2021: AMISTAD - Vol XLIII nº 1 y 2

Luis Vicente Miguelez: Psicoanalista.
Egresado de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires en 1976, fue uno de los fundadores del Equipo de Adolescencia del Hospital Piñero a fines de los años setenta. Su actividad en el medio hospitalario continuó como supervisor clínico de diversos equipos de psicopatología. Fue docente universitario en las Facultades de Psicología de la Universidad del Salvador y de la Universidad de Buenos Aires.

Al finalizar el Lisis, el diálogo de Platón sobre la amistad, Sócrates dice:

Si ni los semejantes ni los desemejantes, ni los buenos ni los afines, ni todas las cosas que hemos recorrido, pues ni yo mismo las recuerdo de tantas como han sido, si nada de esto es objeto de amistad, no me queda nada por añadir. (…) Ahora Lisis y Menexeno, hemos hecho el ridículo un viejo como yo y vosotros. Pues cuando se vayan, éstos dirán que nosotros creíamos que éramos amigos —porque yo me encuentro entre vosotros— y sin embargo no hemos sido capaces de llegar a descubrir lo que es un amigo.

Entiendo que su “fracaso” en definir al objeto de la amistad es su mejor acierto. Nos coloca sobre la pista de que ella no encierra un tipo de relación de objeto sino fundamentalmente una práctica de discurso. La amistad, tal como se despeja de la lectura del Lisis, es esencialmente la experimentación del diálogo como acontecimiento.

Decir amigo es una de las manifestaciones culturales por excelencia. El carácter realizativo que tiene este enunciado se pone de manifiesto en que su enunciación construye lazos e implicaciones entre sujetos. Cumple con lo que se denomina la condición performativa del habla, el hecho de hacer cosas con las palabras antes que referirse a las cosas mismas.

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Ahora bien, la concepción que los antiguos griegos fueron forjando sobre la amistad es un bello legado a Occidente, ésta se fue concibiendo paulatinamente a través de su historia y nos llega múltiplemente determinada. Entre esta nutrida sobredeterminación originaria surge una asociación peculiar, la de su vinculación con la proxenia, con la obligación ciudadana de alojar al extranjero. La hospitalidad para con el extranjero tuvo verdadero valor de institución en el mundo griego.

La palabra philía, amistad en griego, además de designar cierta atracción por lo semejante 1, se vincula con la necesidad de alojar al extranjero, al diferente. En la concepción griega de amistad confluyen dos fuerzas opuestas, lo semejante y lo diferente. Ambas disposiciones convivirían en una suerte de tensión felizmente indisoluble.

1 Se le atribuye a Pitágoras la introducción del vocablo philía para referir a la unión entre los términos. Denominó “números amigos” a aquellos que se corresponden en la suma de los factores.

Sabemos por nuestra parte que en la metapsicología freudiana lo ajeno, lo odiado y el objeto satisfaciente tendrían un origen común, el acto de expulsión originario que divide el mundo interno de lo externo. Freud finalmente acepta la idea de que en el origen más que el amor encontramos el odio. Lo odiado quedará asociado desde el comienzo con lo anhelado. Éste es el primer basamento de la ambivalencia afectiva con que la clínica psicoanalítica deberá lidiar en el campo del amor.

Por consiguiente, en la experiencia de la amistad encontramos el trabajo impuesto al psiquismo por la silenciosa carga de odio subyacente en la relación con el semejante. Parafraseando a Freud, se trata de poder triunfar allí donde el paranoico fracasa.

La relación de amistad implica reconocer y consentir las diferencias que se recortan de lo semejante, definiendo así el territorio de lo verdaderamente intersubjetivo. No obstante compartir la identificación con lo semejante, el vínculo con el amigo se diferencia de lo fraterno por conservar su condición de extranjero, de otro de uno mismo: la amistad no sería, entonces, otro nombre de la fraternidad.

Hay ciertos momentos, reflexiona Hannah Arendt, en que el vínculo de hermandad entre los hombres surge a partir del odio al mundo en el que estos son tratados inhumanamente. La fraternidad entonces, conserva en sí el poco de humanidad que aún queda en un mundo que se ha vuelto canalla. En esos tiempos de oscuridad, ella advirtió que esa forma de humanidad tiene un alto costo a pagar. Bajo la presión de la injusticia, la persecución, la discriminación, y la violencia los hombres necesitan juntarse tanto entre sí que hacen desaparecer los intersticios donde se sitúa el mundo, desaparece el “entre” donde prospera la civilización. Sin ese “entre” a la larga muere el diálogo. Es en estos intersticios donde florece la amistad. Por lo tanto, la experiencia de la amistad, más que un asunto de mera intimidad, es un suceder entre lo público y lo privado, un acontecimiento de revitalización cultural.

Refiriéndose al malestar que impera en la cultura Freud, no solamente reconoció la imposibilidad de cumplir con el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo, sino que mostró que ese mandamiento, al pretender anular la diferencia entre el otro y el sí mismo, deniega la dimensión de extranjero que hay tanto en uno como en otro y desconoce la ambivalencia por la cual el odio sigue como sombra todo amor por ese prójimo.

Si la amistad es un acontecer cultural y no religioso es porque se sostiene más en la reunión de lo heterogéneo que en la de lo semejante. En contraste con lo fraterno no busca homogenizar al otro en la imagen propia sino poder alojarlo en tanto extranjero.

Interponer la imagen propia en la relación con los demás fomenta en última instancia la tensión agresiva que circunda los vínculos entre semejantes. Hacemos referencia a una rivalidad primaria que más que por algún objeto en particular es una lucha por el ser. Su manifestación más perceptible se la observa en lo que se ha denominado el transitivismo infantil, donde el golpe dirigido al compañero de juego se vivencia más como recibido que como dado.

El odio que encierra la relación con el semejante no encuentra manera de ser tramitado en el escenario de espejos enfrentados que constituye la relación dual. La experiencia de amistad configura una alternativa porque incorpora una tercera dimensión en el vínculo con el otro. Esa terceridad que crea intersticios es lo que se denomina presencia amiga.

Tanto en la amistad como en la experiencia analítica la dimensión de la presencia es de naturaleza tal que configura su singularidad. No me refiero con ello a una manera de estar sino fundamentalmente a aquello que constituye un don. La presencia dona conjuntamente una irrevocable alteridad y un fragmento de real más allá de la imagen idealizada-odiada. Subscribo plenamente lo que escribe John Berger en El tamaño de una bolsa: “La presencia no se vende. Sería lo único que no puede venderse. La presencia se regala… Es siempre algo inesperado, no la ves venir, avanza lateralmente”.

En consecuencia pienso que el analista que percibe un pago por su labor no cobra empero por su presencia, pues tan solo en el instante en que la da es que verdaderamente la posee.

Ahora bien, la agresividad que tiñe los lazos sociales tiene su punto de partida en las primeras experiencias infantiles. De ello dio testimonio San Agustín en el relato que hace de su más tierna infancia: lívido de furia contempla la escena en la que su hermano de leche goza plenamente del pecho materno. Lacan supo hacer de esta confesión una valiosa ilustración de la agresividad originaria. La asocia a la mirada envenenada con la que el infante experimenta la alineación primordial a una imagen ideal que lo separa de su identidad vivida: estructura paranoide que gobierna la organización pasional a la que llamará yo. De ahí que la alternativa o yo o el otro sea siempre falsa, pues en el fondo el yo es otro.

La verdadera alteridad de la presencia pone límite a la furiosa pasión humana de imprimir en la realidad la imagen propia. En términos metapsicológicos podemos situarla como lo que posibilita establecer el espacio, el intersticio, el intervalo entre el yo y el yo-ideal. Esa porción de real que incluye exige de un trabajo psíquico que distrae de la tensión de agresividad narcisista constitutiva del propio yo.

Una mirada amiga no es una mirada complaciente sino un mirar que puede reconocer y hacer lugar en lo altero del otro y de uno mismo a algún deseo singular. Es en este sentido que entiendo lo que afirma Platón en el Lisis acerca de que la causa genuina de la philía no es la necesidad de algún bien sino del deseo. Deseo de nada en particular, —su fracaso en encontrar el objeto de la amistad da suficiente prueba de ello—, deseo que ilumina el desgarramiento original que separa al yo humano de su ideal.

Platón denomina connaturalidad entre los amigos al hecho de estar cada uno afectado por algún deseo que lo hace incompleto, condición necesaria para el sostenimiento de los lazos de amistad. Pero no se trata del contenido de algún deseo en común sino del reconocimiento de la posición deseante del otro más allá de uno mismo. Esta situación los hace por una parte semejantes y por otra diferentes, extranjeros en la tierra del amor narcisista. Philía se distingue claramente de Eros. Mientras que la práctica de la amistad hace del diálogo la celebración 2 del deseo, Eros busca en la fusión amorosa restaurar una completud perdida. Los amantes estarían más afectados por la nostalgia de lo Absoluto.

2 Celebración, acto jubiloso conmemorativo de un acontecimiento que pone el énfasis en el cada vez. Remite a la concepción freudiana del juego en Más allá del principio del placer.

La práctica del análisis reuniría en torno a la transferencia tanto a Eros como a Philía. Eros, que impulsa a lo Absoluto, sostiene en ella la ilusión de un bien a obtener de un Otro al que se le supone tenerlo, o por lo menos saber cómo alcanzarlo, mientras que Philía, que hace del diálogo y de la presencia el acontecimiento privilegiado, castra a ese Otro para volverlo amigo. “Te amo, pero como amo en ti inexplicablemente algo más que a ti, te mutilo”, expresa no sin cierta crueldad Lacan en su Seminario refiriéndose a los finales de análisis.

Sabemos por experiencia que sin ilusión no habría transferencia pero que sin alguna verdad sobre el deseo ésta sería pura sugestión. En tanto participa en la transferencia analítica no solamente Eros sino también Philía es que podemos testimoniar de verdaderos finales de análisis y no únicamente de rupturas y desilusiones.

La presencia real del analista convierte a la escena transferencial en algo distinto a la mera reproducción de vivencias vitales malogradas o a una pura proyección imaginaria. Si aún bajo la preeminencia de la eterna repetición de lo mismo se presiente algún nuevo descubrimiento es porque dicha presencia aporta, sobre el fondo imaginario de la relación dual, la irreductibilidad de la alteridad del sujeto. Es ese fragmento de real que hace del ser un existir.

La metáfora del espejo con la que se pretendió en su momento ilustrar la función del analista demostró ser absolutamente inadecuada porque oculta lo esencial del lazo analítico. Justamente por no ofrecerse como el espejo donde se mira el paciente y sí como presencia amiga, es que el analista posibilita rehacer en el desarrollo de un análisis la experiencia de ese estar solo en presencia de un otro con el que Winnicott iluminó el origen de un estar relajado no interferido por la demanda de ser. Debemos cargar en su cuenta esos momentos de silencio elaborativo a los que se entrega el paciente en la sesión y que se corresponden con un progreso en el tratamiento. La función del analista es básicamente hacer de su presencia la disposición al encuentro con el deseo, sin encaminarlo hacia algún ideal ni aplastarlo con el propio. Efectivamente en esto consiste la abstinencia analítica, tal como proponía Ulloa, algo muy alejado de la indolencia afectiva o de la neutralidad cruelmente obsesiva.

En la experiencia compartida de un análisis, el analista se irá convirtiendo en una presencia amiga capaz de sobrevivir al ejercicio de destrucción imaginaria a la que la somete el amor-odio en la transferencia.

“Sin la experiencia de máxima destructividad el sujeto nunca coloca al analista afuera, y por lo tanto jamás puede hacer otra cosa que experimentar una especie de autoanálisis, usando al analista solamente como una proyección de una parte de sí mismo”. Me asocio plenamente a este comentario con el que Winnicott presenta las vicisitudes de un análisis y entiendo que lo que él denomina el analista afuera es lo que estoy intentando conceptualizar con el término presencia. Sin esa presencia en la que incluyo aquello que hace a su estilo, el analista no es otra cosa que una mera proyección y el análisis se convierte inexorablemente en autoanálisis frustrante, por más que se pueda disfrutar de ello por un tiempo.

La apuesta analítica apunta siempre a la aparición de alguna metáfora vivificante que posibilite que en el tiempo congelado de la repetición de lo mismo se abra una brecha que aloje al sujeto.

Un paciente, hijo póstumo, encuentra en la relación con su analista la oportunidad de entablar un diálogo con su padre muerto, restañar en ese diálogo heridas abiertas y aligerar el peso de una nostalgia culposa que aún antes de sus primeras vivencias afectivas tiñe su existencia de un tinte opresivo e inhibitorio.

El analista tomado en esa relación transferencial —por supuesto no pretende ser el padre pero tampoco rehúye a evocarlo— reconoce en los afectos que despierta, viejos anhelos, amores y rencores, su implicación personal. Intuye entonces en los avatares transferenciales que agitan ese análisis que algo importante está sucediendo.

Podemos suponer que se repiten con el analista las vicisitudes fantasmatizadas de un encuentro que realmente jamás se produjo. El análisis se va desenvolviendo en una situación verdaderamente paradojal donde puede decirse que la cosa marcha, que el diálogo entablado propicia el trabajo elaborativo.

Ahora bien, sin ahondar demasiado en el caso, quisiera destacar un punto que pienso fundamental: la transferencia obliga al analista a interpretar al padre. Para las consideraciones que siguen es necesario recuperar la multiplicidad y diversidad semántica del término interpretar.

El guion que el paciente aporta con su relato es condición necesaria pero no suficiente para que la interpretación ocurra y el analista deberá recurrir entonces a su propio inconsciente, fuente valedera de resonancias inéditas. Así como un pianista inspirado al ejecutar una partitura hace oír al propio compositor melodías jamás apreciadas, el analista, en lo remanido del guion de una vida, hace oír aquello que nunca antes fue escuchado, retorna en las interpretaciones lo verdaderamente inaudito de la trama.

En este caso, donde la transferencia repite una vez más ese diálogo imposible con el padre muerto, la presencia real del analista permite que el paciente haga la experiencia de que sus palabras sean por fin escuchadas, de poder dirigirlas verdaderamente a alguien, que aun no siendo el padre puede interpelar.

Lacan dijo alguna vez que los análisis comienzan hablándole de uno a nadie y continúan hablándole a alguien pero no de uno y terminan cuando aquel, que seguramente ha cambiado sensiblemente en su transcurso, consigue hablar de sí a alguien. Conjeturo que la transformación de la palabra del sujeto tiene como principal motor la aparición del analista como presencia amiga.

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Referencias

Platón. (2005). Diálogos. Lisis o de la amistad. Buenos Aires: Reysa.
Pizzolato, L. (1996). La idea de la amistad en la antigüedad clásica y cristiana. Barcelona: Muchnik.
Freud, S. (1967). Metapsicología. Los instintos y sus destinos. Obras Completas (vol. 1). Madrid: Biblioteca Nueva.
. (1992). El malestar en la cultura. Obras Completas (vol. 21). Buenos Aires: Amorrortu.
Arendt, H. (2001). Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa.
Berger, J. (2004). El tamaño de una bolsa. Madrid: Taurus.
Lacan, J. (1975). La agresividad en psicoanálisis. Escritos II. Buenos Aires: Siglo XXI.
-(1977). Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Seminario XI (cap. 20). Barcelona: Barral.
-(1984). Las psicosis. Seminario III (cap.12). Buenos Aires: Paidós
Winnicott, D. (1993). La capacidad de estar solo. En Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Buenos Aires: Paidós.
-(1991). Sobre el uso de un objeto. En Exploraciones psicoanalíticas I. Buenos Aires: Paidós.