Miquel Bassols i Puig: Psicoanalista miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y de la École de la Cause freudienne. President de l’Association Mondiale de Psychanalyse. Coordinador de l’Institut del Camp Freudià a Espanya.
Dos saberes inconscientes
La verdadera amistad es extraña, menos frecuente de lo creemos y más azarosa de lo que pensamos. Cuando se produce, llevará para siempre la marca de un encuentro imprevisto. Pero una amistad también puede terminar por un desencuentro que nos parecerá después tan previsible como inevitable. La idea supersticiosa de que los amigos o los amantes estaban predestinados a encontrarse algún día se sigue a veces en la idea, no menos supersticiosa, de que su separación ya estaba también escrita en su propia marca de origen.
¿Hay alguna amistad que pueda escapar a este fantasma supersticioso de una ley necesaria para confiar solamente en el puro azar de un encuentro? Tanto el flechazo del amor como la separación del amigo y el amado le deben el guion a lo que, en la experiencia psicoanalítica, situamos como el fantasma. El encuentro del amor, como el de la amistad, es el encuentro de dos fantasmas que no se saben uno al otro. Y es, también y sobre todo, el encuentro de dos fantasmas que no se saben cada uno a sí mismo, inconscientes para cada uno. El amor, como la amistad, es suponer en el otro un saber sobre mi propio ser, sobre mi propia manera de gozar la vida, sobre aquello que finalmente es lo que más ignoro de mí mismo. Y es por ello que tanto su origen como su desenlace pueden parecernos ya escritos de antemano por la tinta invisible del destino. No hay, sin embargo, ningún destino que ya estuviera escrito. Hay —nada más, pero nada menos también— dos saberes inconscientes que se encuentran por azar y sin saberlo. La amistad comparte así con la pasión del amor la chispa de la contingencia para encender su llama: “Amor, con un juego de dados te compararé”, escribía el poeta valenciano Ausiàs March en el siglo XV.
Tanto el amor como la amistad parecen subsistir solamente si guardan aquella chispa del azar en cada momento de su existencia. La mera necesidad suele terminar apagando su llama. Es por ello que ya Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, distinguía tres especies de amistad: las amistades interesadas, las amistades por el placer o el goce y las amistades virtuosas.
Las amistades por interés duran lo que dura el interés mismo. Las amistades por placer pasan generalmente con la edad. La amistad por virtud es la única que merece verdaderamente el nombre de amistad, y la única que resiste a la calumnia. 1
Las primeras son las amistades más innecesarias, las que solo lo son por conveniencia. En realidad, no hay amistad que sea necesaria, solo contingente, y es solo manteniéndose atenta a las contingencias de cada momento como podrá sostenerse y atravesar el tiempo. La amistad, como el amor, es un encuentro azaroso con lo real imprevisto, un encuentro que solo podemos evocar por sustitución, por una metáfora, como aquel “guijarro de piedra riéndose en el sol” que Jacques Lacan evocaba en una frase que nadie sabe todavía, a ciencia cierta, de dónde sacó, si no es del amor mismo. 2
1 Aristóteles, Ética a Nicómaco, capítulo IV: “Comparación de las tres especies de amistad”. Madrid, Alianza.
2 «L’amour est un caillou riant dans le soleil» —el amor es un guijarro de piedra que se ríe en el sol—, es la forma de la metáfora moderna para recrear el amor en la única dimensión que a Lacan le parecía sostenible, la del encuentro imprevisto. Este verso alejandrino ha sido atribuido tanto a André Breton como a Paul Eluard, sin que se haya encontrado ninguna prueba concluyente de su autoría. Digamos que la fórmula solo puede ser fruto de una verdadera amistad… con la letra en el inconsciente. Lacan, J. “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón después de Freud”. Escritos, Siglo XXI, México, 1984, p. 488.
La amistad, pues, comparte con el amor este rasgo de la contingencia imprevista en el resorte que los desencadena, sin una ley previa que nos permita hacer de ellos un objeto de conocimiento, un fenómeno que pudiéramos diseccionar con un concepto. El objeto de la amistad se escapa en el momento en que habríamos alcanzado su definición mejor. Es por ello que resulta difícil escribir algo consistente sobre la amistad sin referirnos de inmediato a aquello que no cesa de no escribirse, para retomar la formulación lacaniana de lo real, de lo imposible que anida en cada encuentro decisivo con el Otro en la vida del ser humano. La amistad hunde sus raíces en lo real imposible de simbolizar. Pertenece, como escribía Maurice Blanchot, a aquel campo de “extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino solo hablarles” 3. No pertenece, pues, al registro de los enunciados sino al registro del acto de la enunciación. No se puede hablar de una verdadera amistad sino tan solo, a veces, hablar al verdadero amigo.
Podemos, sin embargo, escribir algo sobre nuestros amigos, y no solo escribirles. Es lo que el propio Maurice Blanchot quiso hacer refiriéndose a su amistad con Georges Bataille. Es lo que Jacques Lacan quiso hacer también en el texto de homenaje que escribió después de la muerte de su amigo Maurice Merleau-Ponty. Y ello, aunque fuera mostrando, desde las primeras líneas del texto, la paradoja que implicaba:
Se puede exhalar el grito que niega que la amistad pueda cesar de vivir. No se puede decir la muerte advenida sin herir aún. Renuncio a ello, habiéndolo intentado, para, a pesar mío llevar más allá mi homenaje. Me acojo no obstante al recuerdo de lo que sentí del hombre en un momento para él de amarga paciencia. 4
3 Blanchot, M. La amistad, Madrid, Trotta, 2007, p. 266.
4 Lacan, J. “Maurice Merleau-Ponty”, en Otros escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 193.
Esta verdadera amistad no se ahorrará, sin embargo, la crítica. El texto de Lacan, rindiendo homenaje a su amigo Merleau-Ponty, es en realidad una crítica radical a la fenomenología de la percepción que no llegaba a dar cuenta de lo real del sexo y de la castración en el ser hablante. Su homenaje quería ir más allá de las complicidades y los acuerdos tácitos, habituales en muchas supuestas amistades, para apuntar a lo más real de un debate que, para Lacan, era central en la experiencia del psicoanálisis: la relación del ser humano con el goce, en la medida que es siempre una relación inconsciente.
Del mismo modo, cuando se refirió a su “amigo” Martin Heidegger — y escribía así esta amistad, entre comillas—, fue para realizar una crítica a su metafísica del ser, una concepción que solo podía taponar el agujero de cualquier política. Y añadía que esta forma de taponamiento no fue ajena a los desastres y a los espantos producidos por el nazismo:
Para mi “amigo” Heidegger, evocado más arriba por el respeto que le tengo, que consienta en detenerse un instante —voto que emito de manera puramente gratuita, pues bien sé que no podría hacerlo—, detenerse, digo, sobre la idea de que la metafísica no fue nunca nada y no podría prolongarse más que ocupándose de taponar el agujero de la política. Es su fuerza.5
5 Lacan, J. “Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos”, en Otros escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 581.
Y, un poco después, señalará que no era vano recordar a qué lugar fue conducido Heidegger por esta “prolongación” hacia 1933, cuando llegó a compartir responsabilidades políticas en el gobierno del Tercer Reich. Nada, pues, con lo que declararse amistoso. Y, sin embargo, Lacan no dejó de evocar esta amistad, aunque fuera entre comillas, para referirse a lo más obyecto del goce del ser humano cuando llega a los límites más inhumanos de la segregación. Es llamativo que Lacan se refiera a esta dimensión del goce más abyecto y segregado por el ser humano cuando invoque una “amistad”. La amistad era para él un vínculo ante el que había que precaverse algunas veces, como cuando respondió a la invitación a hablar por Televisión: “Por la amistad. Peligro” 6.
Una verdadera amistad ¿podrá soportar lo más real, lo más imposible de decir y de escribir en el que se asiente y hunde sus raíces?
Veamos dos testimonios que abordaron, cada uno a su manera, este real imposible de reducir a la amistad, a la relación del amigo con el amado. A la vez, es necesario evocar y rodear este real imposible de decir para que la amistad misma pueda sostenerse, porque es allí donde hunde sus raíces. Los dos testimonios pertenecen a dos momentos muy distintos de la historia, el siglo XIV de Ramon Llull y el siglo XX de Simone Weil. Son sin duda dos experiencias límite, ambas teñidas por el sufrimiento en el vínculo místico con el Otro más radical. Ambas podrían ordenarse siguiendo la lógica de la forclusión del significante que ordenaría en lo simbólico la relación del sujeto con el goce de la alteridad. Es una alteridad que el primero, Ramon Llull, nombra como Amat (Amado), y que la segunda desliga de la relación con Dios. Ambos se dirigen, sin embargo, a un mismo punto: el vínculo del amigo con el amado solo puede mantenerse en una distancia mutua que permita abordar y soportar lo más ignorado de la alteridad del inconsciente y del goce en el ser humano.
Ramon Llull, el amigo y el Amado 7
En pleno siglo XIV, el filósofo mallorquín Ramon Llull escribió en catalán una pequeña obra, hoy considerada una joya de la literatura medieval, titulada Llibre d’amic e Amat (Libro de amigo y Amado). El propio Ramon Llull fue autor de innumerables obras sobre lo que dio en llamar Amancia, la ciencia del amor cuya lógica debería llegar a formalizarse para adentrarnos del modo más verdadero posible en la relación entre el amigo y el Amado. Es una concepción de la amistad que seguirá las vías del amor cortés en su cruce con la tradición del amor en el sufismo. Sus metáforas morales, escritas en lenguaje poético, se convierten a medida que avanza el texto en enunciados lógicos que reconocen su deuda con los libros de la tradición sufí. La serie de momentos lógicos en la experiencia del amor se dirigen fundamentalmente a mantener la diferencia y la distancia necesaria en el interior de un sistema donde la figura del Amado encarna lo más ignorado de sí mismo por el amigo, aquello que podemos muy bien designar como su goce más ignorado, el de su saber inconsciente.
6 Lacan, J. “Televisión”, en Otros escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 535.
7 Retomamos aquí algunos puntos desarrollados en nuestro trabajo de tesis presentado en el Département de Psychanalyse de Paris 8, L’amour, la parole et la lettre chez Raymond Lulle.
Así, será fundamental conservar la dualidad entre el amigo y el Amado. La disolución de esta dualidad y de la diferencia entre los dos términos llevaría a la propia desaparición del amigo. Este valor estructural de la diferencia dará lugar a una concordancia de la dualidad en el amor que funciona como una suerte de “cuerda”, término que aparece con frecuencia en el texto de Ramon Llull para designar el vínculo de amor y la necesaria distancia que debe mantener con el Otro, el Amado. En este sentido, el amor será la distancia necesaria que viene a suplir la imposible relación del amigo con su Amado. En varios momentos el amigo no responderá al Amado sabiendo los peligros que implicaría reunirse con él. El silencio, hasta la reticencia del amigo ante la llamada del Amado, estarán en el principio de todas las paradojas semánticas, lógicas, incluso topológicas de este vínculo. El amigo ama para no morir, pero el mismo amor lo lleva a la muerte. Muere en el placer y vive languideciendo. Cuanto más se acerca al Amado para curar la enfermedad de amor, más experimenta sus tormentos. Cuanto más quiere alejarse, más cae en el temor de la desaparición del Otro. No hay, pues, buena distancia posible. El amor luliano se mueve entre los tormentos que lo acercan cada vez más a un goce insoportable y el temor a la desaparición radical, más allá de una ausencia temporal, del Otro.
No hay en la relación del amigo con el Amado correspondencia o concordancia posible. El amigo muere de placer y vive languideciendo, “y los placeres y los tormentos se juntaban y se unían para ser una sola cosa en la voluntad del amigo” 8. El amigo que vive y muere al mismo tiempo, quiere entonces olvidar, ignorar al Amado “aunque fuese una sola hora”. Se abrirá aquí una falla infinita, imposible de cubrir con la misma cuerda de amor. Es una falla que estaba ya anunciada desde las primeras “metáforas morales” del Llibre d’amic e Amat: el vínculo de amor entre amigo y Amado puede siempre multiplicarse ya que siempre queda un poco más por amar, aún 9. El principio activo del amor, el amar mismo como cuarto término de la lógica luliana, es su propia infinitud en una demanda imposible de colmar que lleva al amigo a una multiplicación al infinito de placeres y sufrimientos.
Vale la pena subrayar la homología de esta estructura con la que Freud construyó su segunda tópica. Freud define al Yo como una superficie que se continúa en su núcleo más interior, con el Ello, lo más impersonal de nuestro ser, su alteridad más íntima, campo propio de la pulsión. Si substituimos el principio unitario del Yo por el amor, y su continuidad impersonal en el Ello por el amar, entraremos en esta nueva topología que Freud no podrá sumergir en el espacio de tres dimensiones sin encontrar múltiples paradojas. Obtendremos una superficie que se hunde en su centro para conectarse con su reverso en un punto que no será representable en las tres dimensiones. Se dirá tal vez que vamos demasiado lejos en esta topologización del amor luliano. Pero, ¿cómo representarse si no, estas “distancias” tan poco unificadoras a las que Llull nos conduce con su vínculo de amor paradójico?
8 Llull, R. Libre d’amic e Amat. Barcino, Barcelona, 1927, p. 66 (Las traducciones son nuestras).
9 Ibidem, p. 66.
Siguiendo la lectura de la Amancia lulliana, podemos distinguir los siguientes cuatro pasos lógicos en los que se ordena la experiencia del sujeto:
1. El Uno solo. Es el llamado Amat (Amado). Es el Otro como alteridad absoluta si fuera Otro para alguien. En su defecto, es el Uno solo, infinitud solitaria. En el retorno a este momento originario, el amor se convierte en una experiencia inefable.
2. El encuentro del Amado por el amigo, encuentro producido en el signo mudo del Amado. Este encuentro se revelará a posteriori como un encuentro del amigo por el Amado. Señalemos el frágil estatuto del amigo, —vacío de ser en realidad—, que solo a posteriori tendrá existencia como objeto del amor del Amado.
3. El vínculo y la distancia necesarias entre el amigo y el Amado quedan asegurados por la “cuerda de Amor” como tercer término.
4. El Amar como cuarto término viene a anudar con una nueva consistencia los tres términos anteriores. A veces es el Amar mismo el que sustituye al Amor en su función tercera, pero guardando siempre su diferencia con él, el Amor, que se convertirá entonces a su vez en el cuarto término que anuda los anteriores.
En este anudamiento que la Amancia propone, vemos ya que los lugares, los caminos (carreres es el término luliano) y las cuerdas son elementos fundamentales. Se trata, en efecto, de una topología implícita en la operación luliana. Será interesante señalar algunos lugares donde Ramón Llull, en pleno pasaje del siglo XIII al XIV, hace recurso a un problema topológico. Leamos:
El amigo alababa a su Amado, y decía que éste había sobrepasado el donde, ya que se encontraba allí donde no puede alcanzarse el donde. Es por ello que cuando le preguntaron al amigo dónde estaba su Amado, respondió: “Es”, pero no sabía dónde. Pero sabía que su Amado está en su memoria. 10
10 Ibidem, p. 71-72.
Algunos autores han señalado el notable paralelismo que encontramos en la literatura sufí de este uso tan particular del adverbio “donde” (on) sustantivado. Ello no impide situar en Ramón Llull su uso neológico, de una sutileza sorprendente. El Amado está allí donde no puede ser alcanzado el —dejemos el significante tal como Llull lo escribió— on, el donde, el lugar supuesto al saber y al ser del lenguaje. Es el on que solo puede alcanzarse en el Arte de la memoria luliana, el lugar que solo tiene existencia por la palabra y en el lenguaje, el lugar que llevará el nombre de Amat. Y es, por otra parte, un on que habla. Cuando el amigo vuelva para contemplar el lugar en el que había encontrado a su Amado y pida a este lugar que le transmita sus sufrimientos y desgracias, el lugar mismo responderá: “Y el lugar respondió…” 11. Señalemos que en la medida en que el lugar del Otro hable como Amado, se convertirá cada vez más en un sujeto que sufre también las penas y desgracias del amor, se convertirá en un sujeto que experimenta su propio síntoma. En la misma medida, el amigo se convertirá entonces en el objeto de amor y del goce de este Amado que sufre de amor.
Cuando el amigo quiera medir, literalmente, este lugar del Otro con las categorías métricas que suponen un principio y un final, con el Uno que haría un Todo, el Amado lo disuadirá con cierta ironía: Què mesures, foll ? —¿Qué mides, loco? 12—. Decididamente, el Amado luliano exige una nueva topología que no es la métrica del Uno fálico, esa métrica que, paso a paso, cubriría —así como Aquiles persiguiendo a la tortuga Briseida— el camino hasta alcanzar el goce del Otro.
11 Ibidem, p. 39. 12 Ibidem, p. 39.
Siguiendo la lógica del texto de Llull , tan lleno de paradojas y contrasentidos, donde proximidad y lejanía de amigo y Amado se igualan, donde encima y debajo se confunden, donde derecha e izquierda se invierten, donde delante y detrás se identifican para volver a encontrarse en un punto cualquiera del plano de las carreres d’amor (caminos de amor), donde ha quedado dicho que estoy allí donde no se puede alcanzar el on, el dónde mismo, siguiendo, pues, esta lógica, se impone una topología que la enseñanza de Lacan empezó pronto a investigar. Hay que seguir la cuerda o el hilo luliano del amor en esta superficie para encontrarnos en su reverso sin haber cruzado ningún borde, ningún lindar desde su anverso. Habrá que esperar todavía algunos siglos para que Moebius muestre el objeto del que se trata en la banda que lleva su nombre. Dibujémosla:
Esta topología mantiene, en efecto, la dualidad y la distancia del amigo y del Amado con el amor como camino o cuerda que los une. Mantiene esta dualidad, pero con un solo borde que la cuerda de amor tiende para formar una única superficie donde anverso y reverso se ponen en continuidad y se identifican. Un solo borde, una sola superficie, un amor y una misma amistad para una dualidad, la del amigo y el Amado que, sin embargo, no se confunden con una unidad total o fusional.
Simone Weil, la amistad éxtima
La experiencia singular de Simone Weil, —filósofa y mística, escritora y activista francesa de la primera mitad del siglo pasado— nos introduce también al vínculo de la amistad no como una promesa de unidad entre amigo y amado sino como el compromiso de cada uno con lo más ignorado del deseo del otro y de sí mismo.
La amistad de Simone Weil excluye la necesidad como condición suya. No hay amistad necesaria ni tampoco ninguna necesidad que soporte a la amistad misma: “Cuando el afecto de un ser humano hacia otro está construido únicamente sobre la necesidad es atroz. Pocas cosas existen que adquieran ese grado de fealdad y de horror […] La amistad se ensucia si entre medias se encuentra, aunque fuera un instante, con la necesidad”.13
En este punto, el pensamiento de Simone Weil parece acercarse más a la experiencia de la comunidad analítica de lo que podría parecer. Lejos de fusiones místicas que buscan la unidad absoluta entre el amigo y el amado, Simone Weil concibe la amistad como el compromiso de una transferencia que supone una crítica recíproca que solo puede mantenerse, como hemos visto también en Ramón Llull, en una distancia necesaria entre el amigo y el amado. También para ella, toda amistad pone en cuestión la identidad de cada sujeto consigo mismo y hace necesario el encuentro con la alteridad que habita en él, con una exterioridad que anida en lo más interior del sujeto, con la propia extimidad del inconsciente, para retomar el término utilizado por Jacques Lacan y subrayado varias veces por Jacques-Alain Miller. 14
13 Weil, S. La amistad. Apple Books, pp. 40 y 42.
14 Miller, J.-A., Extimidad. Los cursos psicoanalíticos de J.-A. Miller. Paidós, Buenos Aires, 2010.
La amistad éxtima de Simone Weil pone así en cuestión el imperativo cristiano —“amarás al prójimo como a ti mismo”— en la medida en que “tampoco amo todo lo que hay en mí” 15. Por la misma razón, Freud retrocedía frente al imperativo cristiano por considerarlo imposible de cumplir, y más bien inhumano: no es seguro que me ame a mí mismo en todos los rincones de mi ser, puedo más bien encontrarme con el odio a mí mismo; resulta así imposible tomar el narcisismo del amor como medida del amor del otro, también de la amistad. En este punto, Simone Weil entiende la amistad como una suerte de milagro contingente por el que “un ser humano acepta mirar con distancia y sin acercamiento alguno al ser que le es necesario como alimento” 16. La verdadera amistad trasciende entonces esta condición de necesidad para encontrar en el otro aquello que es irreductible a la identificación y a lo que hace comunidad con él. Para Simone Weil no se trata, pues, en la amistad de un vínculo de identificación con el otro, tampoco de la comunidad de los amantes en el goce sexual, sino del encuentro con aquello que no hace comunidad con él. Lo que implica necesariamente una distancia entre el amigo y el amado: “Únicamente hay amistad si existe distancia entre ambos” 17. Es en y desde esta distancia cómo el sujeto amigo podrá encontrar en el amado aquello que ignora de sí mismo, sin querer compartir las mismas representaciones sobre la realidad. Más bien al revés, es en la extrañeza del otro, en su alteridad irreductible, en su extimidad, donde el sujeto puede encontrar el resorte más fiel de la amistad:
El simple hecho de participar del punto de vista del ser amado por un placer del pensamiento, o el hecho de desear una concordancia de opiniones, es un atentado contra la pureza de la amistad y, al mismo tiempo, contra la integridad intelectual. Es bastante frecuente. Así de extraña es la amistad pura. 18
15 Weil, S. Op. cit., p. 23.
16 Ibidem, p. 42.
17 Ibidem, p. 44.
18 Ibidem, p. 44.
Por otra parte, una cierta reciprocidad será esencial en la amistad, aunque no implica nunca una simetría. Si el otro encuentra en mí esta extimidad, puede situarse en una posición de reciprocidad, pero en una necesaria asimetría, dado que esta misma extimidad la hará siempre imposible.
Que Simone Weil encuentre finalmente la mejor figura de la amistad en el misterio cristiano de la Trinidad, no la hace más inefable y trascendente, simplemente muestra la necesaria lógica ternaria que implica esta dualidad del amigo y del amado para que se mantenga en ella el vínculo de la amistad:
La amistad pura es una imagen de la amistad perfecta y única que es la Trinidad y que es la esencia misma de Dios. No es posible que dos seres humanos sean uno y se respeten radicalmente en la distancia que los separa si Dios no se hace presente en cada uno de ellos. El punto de encuentro de las paralelas es el infinito 19.
Añadamos solamente el aforismo lacaniano, “Dios es inconsciente” 20, para hacer más analítica esta observación de Simone Weil. No hay relación posible entre el amigo y el amado, no hay punto de encuentro en una unidad que solo es virtualidad engañosa, sino respeto radical y en la distancia, necesaria por la extimidad, de la posición de cada uno como sujeto del inconsciente. ¿Sería allí donde solamente podría sostenerse una amistad que el inconsciente mismo no parece soportar?
19 Ibidem, p. 45.
20 “Porque la verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto –pese a fundar el origen de la función del padre en su asesinato, Freud protege al padre—, la verdadera fórmula del ateísmo es Dios es inconsciente”. Lacan, J. Seminario 11, “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Paidós, Buenos Aires, p. 67.
Transferencia y amistad
Hemos empezado situando a la amistad en compañía del amor y ello parecería hacerla pariente también del amor de transferencia, principio y motor de la experiencia del psicoanálisis. No podemos decir, sin embargo, que el vínculo que funda la transferencia analítica pueda ser el de una amistad. No es en su registro donde se establece la relación del analista con el analizante. La concordia y la amistad son los principios de cualquier vínculo social que se quiera estable, pero se rehúsan a la acción analítica cuando se adentra en la relación de cada sujeto con su inconsciente. Freud lo vio muy pronto. No fue con su amigo Wilhelm Fliess con quien en realidad descubrió el psicoanálisis y la lógica de la transferencia que se desarrolla en su dispositivo. Aunque sí podamos decir que fue con Fliess con quien
estableció su primera y propia transferencia, hacía falta todavía que fuera escuchada de manera conveniente por alguien que no fuera, precisamente, un amigo. No, no fue con la amistad como Freud descubrió el psicoanálisis y la puesta en acto del inconsciente en la transferencia. Fue con algunas mujeres, nada amigables de hecho, que le hablaban y le pedían callar un poco, que le indicaban que era mejor silenciar su saber de médico científico para escuchar aquel otro saber que era el del inconsciente. El lugar del analista implicaba silenciar el saber del médico científico, pero también implicaba que este lugar no se confundiera con el lugar del amigo, aunque la demanda del sujeto apuntara a una amistad que, desde aquel momento, se revelaría siempre como un señuelo, como una confusión sobre la persona del analista. La transferencia, tal como Freud descubrió muy pronto y tal como subrayará Lacan, es un “falso vínculo” que solo podrá ser utilizado por el analista para poner en acto, y poder escuchar así, la verdad de las condiciones de amor del analizante.
Cuando Freud tuvo aquel sueño inaugural para la historia del psicoanálisis, la noche del 23 al 24 de julio de 1895 —el famoso sueño de “la inyección de Irma”—, solo pudo seguir su análisis yendo más allá de los vínculos de amistad que estaban en el contexto del sueño y de las asociaciones que rodeaban su nudo central. Este nudo central, el ombligo del sueño, era su relación con la castración que la garganta de Irma le hacía presente con una horrible mancha blanca. Los vínculos de amistad están presentes en todo el contexto del sueño: la propia Irma, paciente suya y amiga de la familia, también su amigo y colega Otto que le había administrado la inyección en cuestión, su amigo y colega Leopold que había auscultado a la enferma… Freud no se detiene ante los compromisos de la amistad y acude a la cita con aquella mancha blanca que atraviesa toda concordia con los otros para encontrar en ella el hilo que lo conduce a lo más ignorado de sí mismo. Había que tener ciertas agallas, como indicaba Lacan, para atravesar la pantalla y los compromisos de las amistades, sabiendo que levantar ese velo sería necesariamente un acto imperdonable, no solo para sus familiares y amistades, sino para la propia humanidad. Cuando se trata del inconsciente, no hay amistad que valga. Y hay que decir que la propia experiencia de Freud con sus “amistades” analíticas no fue precisamente un paraíso de armonías y concordias.
Lacan será radical en este punto: no hay amistad que pueda hacer de soporte del inconsciente. De hecho, la frase en francés, como suele suceder muchas veces en los escritos de Lacan, tiene una gramática retorcida que sería mejor no querer enderezar: «Pas d’amitié n’est là qui cet inconscient le supporte». No hay allí amistad que a No hay allí amistad que a ese inconsciente lo soporte 21. Pero también resuena en esta frase el sentido siguiente: no hay amistad que soporte al inconsciente, con todos los equívocos que implica. Podría suponerse que la posición del analista, cuando presta atención al inconsciente del sujeto, es una posición amigable, de ayuda humana, incluso humanitaria. Nada de eso. No es desde el lugar de la amistad como puede sostenerse el lugar del analista para acompañar al sujeto analizante en la tarea de leer el texto de su inconsciente, su propia mancha blanca en la que se juega su deseo y su destino. Y esto por una razón muy simple que responde a la naturaleza misma del inconsciente como lo más ajeno, como lo más Otro en cada sujeto, aquello con lo que no puede guardarse afinidad alguna, ni tampoco una relación de semejante a semejante.
21 Lacan J. “Prefacio a la edición inglesa del Seminario 11”. Otros escritos, Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 599. La frase fue comentada por Jacques-Alain Miller en su Curso de noviembre y diciembre de 2006, traducido y publicado en El ultimísimo Lacan. Paidós, Buenos Aires, 2014.
¿Sería entonces la enemistad el destino inevitable del vínculo en la relación analítica? Menos todavía, aunque no falten los ejemplos en las propias comunidades de los analistas que se dieron cuenta muy pronto de esta paradoja. Todas las elaboraciones sobre la transferencia positiva y la transferencia negativa giran en torno a ella, y es una paradoja que no parece resolverse tampoco con aquel expediente de la “neutralidad benevolente” con el que Edmund Bergler quería defender al psicoanalista de sus efectos 22. Sería una neutralidad parecida a la que se supone a un Tribunal, el juez que no puede ser parte a la vez, una neutralidad, sin embargo, que solo puede sostenerse en una identificación con la norma jurídica, libre supuestamente de todo prejuicio ideológico. Nada menos cierto también. Cuando los analistas postfreudianos intentaron elaborar esta paradoja con la noción de contra-transferencia, era ya porque no estaban bien ubicados en la transferencia misma. Entonces, la transferencia se convierte en aquella “túnica de Neso”, tal como indicaba Lacan 23, que quemaba de tal manera a quien se investía con ella que terminaba por arrancársela llevándose su piel a tiras.
La amistad no podrá ser nunca, en efecto, el soporte del dispositivo analítico. El vínculo de la transferencia entre analista y analizante no parece compatible con ella. Pero tal vez, y por ello mismo, sea la resolución de la transferencia y de sus callejones sin salida la mejor forma de encontrar una amistad que se soporte en la transferencia misma como amor al inconsciente. Tal vez la amistad pueda decirnos entonces algo sobre un destino de la transferencia que, más que liquidarse, se consolide al final de la experiencia de un análisis.
22 La expresión, que hizo fortuna, fue introducida por Edmund Bergler en el «Symposium on the theory of the therapeutic results of psycho-analysis», International Journal of Psycho-analysis, XVIII, 2-3, 1937, pp. 146-160.
23 Lacan, J. “La dirección de la cura y los principios de su poder”. Escritos, Ed. Siglo XXI, 1984, p 621.
Coda
Un pedido de amistad, como una demanda de amor, está siempre a la espera de una garantía imposible de cumplir. Pero la amistad, como el amor, es un don que no admite garantías.
—“Te amaré toda la vida”, necesariamente, le dice uno/a al otro/a para asegurarle una garantía.
—“Me contentaré con que me ames cada día, uno por uno”, le responde el otro/a invocando la contingencia del encuentro, la del día a día fuera de ideales universales, sin esperar aquella garantía.
Hacer de la contingencia necesidad, como quien hace de la necesidad virtud, hacer que lo contingente, el encuentro azaroso, no cese de suceder cada vez, cada día. Esta es la apuesta del amor. También de la amistad.
Un verdadero amor, como una verdadera amistad, sabe hacer de lo contingente un encuentro necesario, cada vez.