Ariel Pennisi: Ensayista, editor, docente. Enseña en la Universidad Nacional de José C. Paz y en la Universidad Nacional de Avellaneda, donde se desempeña como investigador. Es autor de La globalización. Sacralización del mercado (2001), Papa negra (2011) y Co-autor (junto a Adrián Cangi) de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (2018) y de El anarca. Filosofía y política en Max Stirner (2021); compilador y autor de Linchamientos. La policía que llevamos dentro (junto a Adrián Cangi, 2015). Codirige Red Editorial y Revista Ignorantes junto a Rubén Mira. Integra el Instituto de Estudios y Formación de la CTA. Conduce y coproduce el programa “Pensando la cosa” en Canal Abierto.
La separación es dulce, dice Lucrecio. La estrategia de la sabiduría se resume con una máxima: en todas las circunstancias actúa como un átomo, oblicuamente lanzado hacia un universo infinito que no sabe nada de ti, en medio de átomos de los que elijes alejarte tanto más libremente como habrás entendido que el alejamiento (clinamen) es el destino de los agregados, cuyo nombre humano es amistad (philia).
Jean-Claude Milner
Mundo trágico
Hay disonancia y conflicto. Cada quien consigo mismo y los demás. No coincidimos con nosotros mismos, ni mucho menos con los demás que, a su vez, no coinciden consigo mismos. ¿Cómo nos encontramos? ¿Cómo es posible incluso el placer? Así como muchas veces observamos que chocamos identidad contra identidad, que los desacuerdos se producen en torno a razones enfrentadas aparentemente suficientes para sí mismas, observamos también que nos encontramos desde nuestra no coincidencia con nosotros mismos y la no coincidencia de los demás consigo mismos. Entre el mundo antiguo y el universo moderno, este rasgo ontológico se mantiene, bajo distintos nombres, como fuente de problematización.
Según Jean-Claude Milner, en la antigua Grecia el placer es la clave de lectura y el principio rector de un mundo entendido como proliferación material de encuentros y ofertorio de cualidades, un mundo de cuerpos y cosas que se encuentran como átomos sin fundirse los unos a los otros, mas produciendo un sin número de efectos y toda una sintaxis que encuentra en Homero su cima. El lenguaje del placer y su reverso, sus anudamientos posibles y sus riesgos.
La philia en el mundo antiguo, según la entiende Benveniste, define la relación estricta de hospitalidad: “tratar como a uno de los suyos a quien no lo es”. En ese sentido, Milner dice que la pertenencia no se comprueba, ni se deduce de un principio que le es ajeno, sino que se afirma. Es decir, que más allá de la natio o de la gens –el lugar de nacimiento y el linaje de sangre– como de cualquier otra condición, la philia es la institución de la práctica de la hospitalidad como habilitación a una diversidad de encuentros posibles en el marco de una o más comunidades.
La connaturalidad afirmada vuelve a la philia, a la hospitalidad, un hecho político y no un mero agregado de buenas formas ante el riesgo del mutuo aniquilamiento. Hay política porque se afirma lo que no se da naturalmente, o en el sentido de una construcción naturalizada; sino conflictivamente, en el sentido de una construcción problematizada. Si la comunidad entre diferentes es lo que no se da (como afirma Milner), la hospitalidad como política, la apuesta que le da origen a la amistad como modelo de relación social (teniendo en cuenta que, según Benveniste, la amistad es otra de las traducciones de philia) consiste en hacer lugar a la comunidad imposible. De semejante gesto surge una estabilidad precaria y, en el fondo, la precariedad como clave para pensar la potencia de los vínculos y de lo colectivo mismo.
La amistad, como otras figuras, es hija de la philia, de la posibilidad misma del encuentro. En ese sentido, la amistad mantiene un lazo primigenio con la tendencia del animal humano a conformar de manera incierta y desconfiada colectividades, cuerpos políticos. En la antigua Grecia, en un contexto en el que la guerra está inscripta entre las actividades principales del habitante libre de la polis, en que la racionalidad de los vínculos define con bastante precisión los espacios de desenvolvimiento del esclavo al político, pasando por la mujer y el artesano, la hospitalidad sostiene el equilibrio y el placer es horizonte de sentido. Milner construye un esquema que anuda y despeja, al mismo tiempo, lo que considera los tres términos del placer antiguo, es decir, la relación de relaciones: el amor, el coito y el placer propiamente dicho. Ahora bien, en tensión con las últimas investigaciones de Foucault, especialmente con El uso de los placeres (segundo volumen de Historia de la sexualidad), Milner sostiene que el paradigma en última instancia de todo placer no es la incorporación por un cuerpo de un cuerpo o cosa que no es ese cuerpo. Y, como la única incorporación definitivamente consumada es la devoración (según lee en Lucrecio), el problema de un cuerpo político que pretenda habilitarse un mundo de encuentros posibles pasa por el reparto y la regulación de la compleja relación entre coito, amor y placer.
Las hipótesis de Milner sobre el mundo antiguo nos proponen imaginar un escenario en que la hospitalidad no es una cuestión de modales, sino la condición de una comunidad capaz de metabolizar la figura del otro para sostener el placer y la belleza compartidos. El proyecto democrático asume el riesgo de los encuentros según la lógica del placer, en ese sentido, la hospitalidad aparece como la metáfora más eficaz de la incorporación: así el extranjero, en lugar de formar parte de un banquete caníbal para, finalmente, ser devorado, se sienta a la mesa como uno más para disfrutar de la comida y la bebida, las dos incorporaciones posibles. La democracia, entendida en esos términos es bien diferente al régimen republicano o las democracias contractualistas posteriores a la creación por Hobbes del Leviatán, ya que no se trata de evitar la consumación del proverbio latino homo homini lupus, sino de propiciar tanto cuanto se pueda encuentros virtuosos, es decir, hospitalarios.
El principio materialista que Milner rescata de los atomistas griegos, según el cual “el corolario de que uno se divide en dos, es que dos no puede volverse uno”, contiene una de las claves de lectura de la amistad en términos políticos. Si entendemos la ontogénesis como perpetuo proceso de no coincidencia con nosotros mismos, desdoblamiento en sí, la unidad de medida de la experiencia –si tal cosa pudiera enunciarse de esa manera– no es el individuo cerrado sobre sí que mira a los demás como sus semejantes o enemigos, sino la expansión del desdoblamiento, en tanto ya nos sentimos “otro” para nosotros mismos. Unidad de la existencia que es dividiéndose, mas nunca reunificándose, salvo en función de una trascendencia religiosa, de un idealismo filosófico o una trascendencia política. La amistad es inseparable de una filosofía materialista que registra la falla y su potencia, el desdoblamiento y su destino; reúne afinidades como singularidades que se comportan oblicuamente (clinamen) y forman trama conforme a la capacidad de propiciar encuentros placenteros, es decir, hospitalarios, es decir, conscientes de la inconveniencia de la incorporación y la imposibilidad de la fusión.
El universo moderno, a diferencia del mundo antiguo, no orienta sus energías ni sus combinaciones a la producción de comunidad, sino que dispone la comunidad y su nueva unidad de medida, el matrimonio y la familia nuclear, en función de la optimización de las relaciones mercantiles, según la lógica de la mercancía explicada por Marx. El placer ya no tiene que ver con ese real que Milner llamó “incorporación”, sino con el uso (de cuerpos que usan cosas y cuerpos) y, por lo tanto, con la producción de bienes de uso y el despliegue de ese dispositivo que Foucault llamó “sexualidad” y que relaciona materia y cualidades de manera análoga a la mercancía. 1 Esta vez, la conflictividad no pasa por el lugar del otro o del extranjero, sino por la explotación como reducción del plus subjetivo, “lo que siempre hará falta al más justo de los salarios”. De modo que el salvoconducto de la vida colectiva, en estas condiciones, no viene de la hospitalidad, sino de la lucha (lucha de clases).
1 De hecho, sostiene Milner que gracias a la alianza de la mercancía y de la sexualidad “cualidades y sin-cualidades transigen mutuamente para solidificar esta red de relaciones que se llama sociedad”.
Intervalo o alter-modernidad
El universo moderno contiene algunos de los principios que nuestra contemporaneidad exacerba en favor de la eliminación de todo vestigio trágico y la construcción de una temporalidad absolutamente positiva. Salvo que los modernos, aun atravesados por la matriz de la técnica, moldeados por la alienación implícita en la forma mercancía o atrapados en esa máquina decodificadora que es la sexualidad, no ceden con facilidad a la positividad sin más, un escenario en el que la tragedia se pierde con la irreversibilidad del tiempo, los límites de la biología o los bajofondos del estado anímico –que nuestra época pretende resolver con la farmacología, la genética, la medicina molecular, la inteligencia artificial, etc. Hay malestar. Es decir, antes que caída libre en una época pos-trágica, hay síntoma, lo trágico que la técnica y diversos dispositivos se disponen a limar y a olvidar vuelve como malestar. Es el mundo en el que emerge el psicoanálisis como propuesta entre la medicina, la novela y la filosofía, para elaborar los dilemas del placer, que no son otros que los del dolor, en tanto beben de la misma fuente.
Como emergente teórico, disciplina y ciencia, el psicoanálisis sostiene el carácter trágico de los problemas que le dan vida (es decir, los problemas de una época aun trágica). Cree en la conversación, apuesta a la presencia y llama al inconsciente. En un curioso artículo de Maurice Blanchot, cuya edición posterior tituló La palabra analítica, se pone de relieve con perplejidad fingida –invitándonos, también, a fingir esa perplejidad… y creernos la ficción– la creencia en el diálogo como «palabra diferente», confianza de la continuidad de sí en la discontinuidad del otro, como si en lugar de tratarse de dos conciencias separadas, se creara una atmósfera, un continuum sensible disponible a la apropiación fabulada del analista y su paciente.
Si lo propio del análisis es “la relación con el otro, en las formas en que el desarrollo del lenguaje lo hace posible” –tal la interpretación que hace Blanchot de los esfuerzos de Lacan–, lo terapéutico de la amistad tiene que ver también con la capacidad de experimentar mediante el cuerpo común, hecho de silencios y palabras, la inadecuación de sí respecto de sí y de los otros. Si el psicoanálisis, en lugar de normalizar, deriva por el derrotero de la falla constitutiva se encuentra, en ese punto, con el gesto más propio de la amistad: el consentimiento de la fragilidad, el sentir-con la existencia quebrada del amigo, de la amiga. La clave común pasa por el espacio compartido en función de la potencia de la inadecuación, la posibilidad de elaborar la herida como genius, es decir, como generadora de vida entre el deseo y lo imprevisible. La herida que motoriza las vidas, la herida que moviliza un imaginario posible, la herida que, existencial, inventa la forma propia de procesar el dolor y tramitar sus ramificaciones mundanas.
Las relaciones contractuales, la economía y no pocas veces las relaciones afectivas se basan en el presupuesto de la existencia acabada de individuos aislados, consecuentemente, un cuerpo político forjado a la luz de esa representación cimenta sus esquemas organizativos, leyes y códigos, incluso sus modos de producción, a imagen y semejanza de esa suerte de individualismo epistemológico. La amistad no parte de la imagen de dos individuos que se encuentran en una afinidad sentimental o en gustos compartidos, sino del principio de individuación o de los procesos de subjetivación que se juegan en las vidas –inconsciente incluido–, provocando otro sistema de encuentros. La pregunta no es ya quién se encuentra con quién, sino qué se encuentra, qué encuentra a dos personas (como mínimo) en una conversación que dura un tramo de vida o toda la vida.
Nuestra hipótesis señala la inadecuación respecto de si y del mundo como lo específico de la amistad. Es decir, el modo en que cada quien está inadecuado resuena y, cuando el roce es virtuoso, construye mundo, hace comunidad. Entonces, la comunidad amistosa se compone de singularidades expuestas que organizan la experiencia como éxtasis o apertura, es decir, no como remisión de un individuo a su interioridad, ni reproducción del ensimismamiento a nivel de una relación (como ocurre con todas las formas de endogamia), sino como zonas de experiencia que disponen o inventan sus habitantes.
Aun habiendo contrato, como en el psicoanálisis, aun habiendo alta frecuencia de encuentros, como en la amistad propiamente dicha, lo terapéutico sustentaría su fuerza en el contacto con lo intrasmisible –¡qué menos transmisible que la experiencia!–, en la capacidad de bordear lo imposible de una relación que, como dice Blanchot en otra parte, hace comunidad sólo paradójicamente. La comunidad inconfesable 2 no es contractual ni connatural, sino extática, es un régimen de exposición más que un acuerdo razonable, es refugio o acogimiento para la herida y su prima hermana la alegría extrema. Se trata tanto del desvanecimiento del yo como de la comunión en un afuera que cura porque no pertenece a nadie y está disponible para cualquiera. Sin embargo, están las amistades, esas amistades singulares, y hubo (hay aún, pero solo contra la época) psicoanálisis, encuentros oblicuos como la caída de los átomos.
2 Título de un gran libro de Maurice Blanchot.
Época pos-trágica
La amistad es un territorio que nos permite, entre otras cosas, pensar un cambio de época. Desde la publicación del libro de auto-ayuda Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (Dale Carnegie) a la aparición de Facebook, por un lado, y de los tiempos de apogeo del psicoanálisis, secundado por las psicologías conductistas, cognitivistas y funcionalistas, a la actual centralidad de las técnicas de sí que anudan productividad y espiritualidad (PNL, Coaching ontológico, etc.).
En los orígenes de la autoayuda se llegó a plantear la necesidad de “hacer amigos” como ampliación de una sociabilidad posibilitadora de los negocios; hoy día la mirada del otro aparece en las redes y en el comercio de los vínculos situados como la daga que marca un determinado rendimiento social. La amistad, en tanto pertenece a una tradición filosófica, pero también como figura y modelo vincular puede resignificarse en términos terapéuticos, es decir, de intervención. La amistad es un modo de vinculo consigo mismo y los otros que sostiene la no coincidencia existencial, es decir, el desfasaje de uno con uno mismo. El filósofo italiano Paolo Virno la describió como eterna inconclusión entre un exceso pulsional, excedente de capacidades y rasgos que no tienen una aplicación o un sentido inmediatamente direccionados, y la falta de un ambiente predeterminado, incluso de una forma de asociación evidente. Esa falla bioantropológica del animal humano de acuerdo a distintos procesos de subjetivación históricos que la actualizan permanece unas veces solapada, otras veces se vuelve material para su elaboración colectiva y, en ocasiones, queda del otro lado de la negación generalizada. A esta última circunstancia podríamos llamar “postrágica”, suerte de forclusión a escala que pretende extirpar la dimensión trágica de la vida y, con ella, toda terapéutica, pensamiento o política tendiente a procesarla en términos colectivos o existenciales. Las terapéuticas trágicas permiten buscar en el dolor las claves de comprensión de una potencia que se afirma entre los cuerpos; en las sombras del sinsentido propician el reto de dar sentido; en el excedente vital, el derroche, el gasto encuentran una temporalidad propia que desaloja toda racionalidad calculadora para amigarse –valga el término una vez más– con las heridas constitutivas.
La modernidad, en comparación a lo planteado por Milner en torno al mundo antiguo, volvió menos necesaria la hospitalidad y, con ello, se volvió algo insípida la amistad, relegada a los confines de los vínculos institucionales, comenzando por la familia. “Amigos de la escuela”, “amiga del trabajo”, “matrimonio amigo de la familia”, “país amigo” … “amigo de la empresa”. En el mismo sentido, el placer tiene menos que ver con lo real (la incorporación material), desplazándose al terreno de la mercancía, donde priman el uso imaginario, el goce, incluso últimamente el mandato del disfrute. El placer, que en el mundo antiguo aparecía como una clave de lectura de las relaciones en la polis y el vínculo con la naturaleza (physis) como parte y límite de lo social, es decir, un presupuesto, en la contemporaneidad se presenta como incitación e interpelación individual.
Por su parte, la absorción de la figura de la amistad entre las redes sociales y las técnicas de sí contemporáneas (coaching ontológico, PNL, counselling, etc.) forma parte de un cálculo que no distingue sociabilidad de productividad. ¿Una época pos-trágica se pretende también pos-terapéutica? Si el dolor de quien acude a sesiones de coaching ontológico tiene que ver con su percepción sobre la ineficacia de sus acciones de acuerdo a determinadas metas, si la PNL (programación neurolingüística) ofrece resolver deficiencias de funcionamiento, en definitiva, si las técnicas de sí contemporáneas proponen, antes que cualquier forma de cura, el rediseño de las vidas, no se trata ya de elaborar el dolor como tal, sino de la positividad del rendimiento. Por eso la crítica moralista a estas técnicas no tiene tanto sentido como su comprensión a nivel de la época, es decir, su relación con otros fenómenos que arrojan pistas sobre determinados presupuestos en torno a lo humano. Que la vida pueda rediseñarse es hoy un clamor que recorre desde las tecnociencias, hasta las técnicas de sí, pasando por las nuevas tecnologías basadas en una racionalidad algorítmica.
El escenario es el siguiente: las relaciones institucionales, de la familia al trabajo, de las instituciones educativas a la subjetividad ciudadana, transitan su paulatino agotamiento; mientras tanto, lo específico de nuestro tiempo en términos vinculares define para los individuos un constructivismo vacío (la vida pasible de rediseño) y para los encuentros formatos de compatibilización. El estudio de la amistad en un sentido genealógico y su puesta de relieve en un sentido político podrían formar parte de una intervención sobre nuestro tiempo.
Amistad terapéutica
Ni el sujeto moderno logocentrado ni el individuo contemporáneo fragmentado y rediseñable son puntos de partida para repensar la experiencia que habitamos y nos habita, en tanto ésta excede el aspecto “consciente” de la subjetividad e incorpora zonas inestables de inconsciencia, memoria, restos de dispositivos, etc. Somos y formamos parte de procesos de subjetivación y algo más o, al decir de un raro filósofo medio biólogo, medio ‘psi’, “procesos de individuación psíquica y colectiva”: lo que se juega en nuestra existencia es más y menos que el individuo o el yo sintético a priori, de modo que aquello que nos vincula al resto es también esa zona de indeterminación… es decir, que no nos vinculamos de sujeto a objeto, pero tampoco de sujeto a sujeto, sino que, algo en nosotros se vincula con algo en los demás, con el lastre de lo que cada quien lleva puesto y de los paisajes en los que cada quien se desenvuelve. Esa vinculación, sin embargo, no está garantizada y requiere, como mínimo una cierta disposición, una intervención que a veces consiste solo en dejar que eso suceda sin obturarlo.
La amistad es la relación que no solo confirma el carácter procesual de la subjetividad, sino que lo toma como su materia específica. En ella la no coincidencia con nosotros mismos, el hecho de que, como afirmaba Aristóteles, no existimos simplemente, sino que “nos sentimos existir”, hace parte de su vitalidad. Es conocido el pasaje entre los libros octavo y noveno de su Ética, dedicada a Nicómaco, en que Aristóteles define a la amistad como consentimiento (o co-sentimiento) en el sentirse existir. Si nuevamente forzáramos la búsqueda de una suerte de unidad de medida de la experiencia vital, el “sentirse existir” expresaría lo que acontece en un animal, como el humano, que extrañado y al borde del extravío encuentra en la amistad un acompañamiento y una conversación no sobre el extrañamiento o la desorientación, sino desde esa condición ontológica. En primer lugar, la interlocución amistosa permite entender el desdoblamiento que opera ya siempre en nuestra existencia porque, en tanto haya amistad, se comprende desde el desdoblamiento y no desde una exterioridad juiciosa, sabia u opinativa –que ubicaría la falla como objeto o error. En el corazón mismo de lo que llamamos amistad se encuentran las claves para cualquier terapia que asuma trágicamente la herida existencial. La amistad es el tratamiento en sí, no la cura como producto de los efectos de un saber y una práctica, sino la invención de una salud en el seno mismo de la herida.
Además, la amistad, según Aristóteles el vínculo más virtuoso que se pueda alcanzar, es la posibilidad ética y afectiva de la construcción de una comunidad. Al menos, de un tipo de comunidad singular, ya que, si partimos de la ontología de la falla o de la no coincidencia del bicho humano consigo mismo, la diferencia real forma parte de nuestra propia constitución, la inadecuación no busca corregirse hasta finalmente adecuarse a una idea o proyecto, sino inventar, fabular y, en el camino, disminuir el sentimiento abismado que de todos modos permanecerá como marca indeleble. Es decir, que no se trata de una comunidad albergada en un proyecto trascendente –en el que, por cierto, ya nadie cree–, ni de una comunidad de compatibilidad –que, por mor de la racionalidad algorítmica se intenta imponer–, sino que se parece a lo que Georges Bataille alguna vez definió como “la comunidad de los que no tienen comunidad”. En un mundo de proliferación de redes afectivas, productivas, estéticas, como de híbridos que reúnen registros heterogéneos, la amistad tiene una nueva oportunidad histórica, es decir, tenemos una oportunidad con la amistad, una política de la amistad. Inadecuados respecto de nosotros mismos y el mundo, encontramos amistad desde la inadecuación del amigo, la irreductible extrañeza de la amiga, de modo que sin rareza no hay comunidad; el resto es dominación, orden, compatibilización de vidas aisladas o simple desolación.
Cabe insistir que el problema de la medida, el tipo de medida y no la magnitud, es decisivo. Decíamos que hay amistad porque experimentamos una existencia que se siente existir. Para Virno, nuevamente, no se trata de un sentimentalismo insípido, sino de la expresión del heteros autos: otro de sí u otro sí mismo, fórmula que descarta el privilegio del individuo psicofísico, el sujeto jurídico, la psicología individual, la interioridad espiritual o el simple hecho de formar parte de un engranaje. El heteros autos es una unidad de medida, a su vez, no mensurable, sino productiva de un modo de estar en el mundo y perceptible de acuerdo a los modos de ser. Además, ese desdoblamiento ontológico no tiene la forma del Ser, sino que se encuentra en permanente desplazamiento respecto de sí mismo. Para Aristóteles la amistad es la posibilidad del conocimiento de nosotros mismos –tal vez, por la misma razón que para Spinoza ética y conocimiento forman parte del mismo movimiento.
El hecho de que la propia vida se experimente en otra vida, la efectiva existencia de otra vida en la vida propia, configuran las condiciones de la amistad. Es cierto que todos los vínculos, desde el amor que fuera hasta la relación entre el maestro y el discípulo, o incluso el terapeuta y el paciente, le deben algo a estas condiciones; sin embargo, sus derivas históricas, biográficas, ideológicas los definen según especificidades para las cuáles la experiencia del sentirse existir permanece como un fondo cenagoso, no pocas veces negado o solapado. La amistad acontece cuando lo que en otros tipos de vínculos o circunstancias es fondo se vuelve registro, aparece como el plano en y desde el cual nos toca actuar. Justo entre lo que no llegamos a ser y lo que ya siempre nos excede, es decir, lo que siempre antes está en nosotros en proceso de existir y lo que supera ese sentimiento de existir, su lenguaje, caracteres bioantropológicos e imaginarios. Lo pre-individual y lo suprapersonal.
La amistad es dulce, como quería Aristóteles, porque dulce es existir. La dulzura trágica consiste en esa recepción y elaboración de la herida, a su vez, como un ofrecimiento que no es otro que el de estar vivos. El extrañamiento, por definición, no puede ser un sentimiento permanente sino a costa de una vida aguijoneada por el sinsentido y la inconclusión. Por eso la amistad es el más dulce de los extrañamientos, en tanto construye una familiaridad posible ahí donde otros tipos de vínculos escapan, niegan o rechazan a la espera inconsciente o tachada del retorno implacable del abismo. La amistad, entonces, no parte de la familiaridad, sino del extrañamiento, pero no se encamina al acostumbramiento que lima todo borde, sino que se sostiene en el fino límite de lo absurdo, es decir, de la existencia, y justo cuando el valor parece hundirse en el abismo o la equivalencia general, nos abre en la dulce separación, en el sentimiento común de sentirnos existir, justamente con las amistades, la posibilidad de valorar la vida.