2023: Lo Paterno - Vol XLV nº 2

Mónica B. Cragnolini: Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, en la que se desempeña como profesora Titular regular de Metafísica, Problemas especiales de Metafísica y de Filosofía de la animalidad, y como directora de la Maestría en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad. Es investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Autora de numerosos Libros y trabajos, ha obtenido el Primer Premio Nacional de Cultura de la República Argentina en Ensayo filosófico en 2020.

Resumen: Se aborda la cuestión de la crítica de Derrida a los “comunitarismos”, desde la idea de fraternidad de los hermanos varones. En la comunidad de los hermanos varones existe mucho de androcentrismo y de sarcofagia, que implican también la “virilidad carnívora” que funda los sexismos. Por eso, la fraternidad de los hermanos varones es tal vez el gran signo de la violencia estructural que ordena nuestra sociedad: en ella se conjugan sexismo, racismo y especismo, y se patentiza un “vivir de la sangre de otro” Se hace necesario el pensamiento de un “vivir-con” las otras formas de vida que, por su fragilidad, no forman parte de la comunidad de los hermanos.

Descriptores: Comunidad, Sexismo, Racismo, Especismo.

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* Este artículo representa mi conferencia al Ciclo de videoconferencias “Deconstruir la comunidad”, organizado por la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA), 26 de octubre de 2022, Costa Rica. Este material no ha sido publicado.

En el bellísimo diálogo en torno a la teología negativa en Salvo el nombre, Derrida señala que “comunidad es una palabra que nunca me gustó mucho, a causa de lo que le toca connotar: la participación y hasta la fusión identificatoria, veo en ellas tantas amenazas como promesas” (1993, p. 38). Y por eso prefiere hablar de un “ser juntos”, “de otra reunión de singularidades, de otra amistad” (ídem). Esa “otra amistad” es pensada en la línea nietzscheana como los “amigos de la soledad”, que pueden formar la “comunidad de los que no tienen comunidad” o “la comunidad anacorética de los que aman alejarse” (Derrida 1994, p. 54). Esta problemática, que es planteada en Políticas de la amistad, implica otro modo de pensar el ser-con, en la línea de los comunitarismos impolíticos1, pero con respecto a los cuales también señala Derrida una distancia. En efecto, en una nota a pie de página, en esta obra (1994, p. 56, n.1) Derrida patentiza su cercanía amical, su comunidad de pensamiento con autores como Bataille, Blanchot y Nancy, pero también las diferencias de su planteamiento de la problemática de la comunidad. Su cercanía se vincula con ese seísmo que estos autores provocan desde una “nueva lógica” de enunciados contradictorios e indecidibles, y que se resumen en la expresión “x sin x”. Esta expresión, que emerge en la huella Bataille-Blanchot, apunta en la dirección de una lógica no atributiva en la idea del ser-con, una lógica que pone en crisis toda noción de un sujeto soberano. Sin embargo, lo que le molesta a Derrida de estos pensamientos de la comunidad es la referencia a la “fraternidad”: si de lo que se trata es de poner en crisis el mito de lo común, ¿no ameritaría ser puesta en crisis también la fraternidad que, según Freud en Totem y Tabú, es la de los hermanos varones que matan y devoran al padre? En este sentido, en la comunidad de los hermanos varones existe mucho de androcentrismo y de sarcofagia, que implican también la “virilidad carnívora” que funda los sexismos. Por eso, la fraternidad de los hermanos varones es tal vez el gran signo de la violencia estructural que ordena nuestra sociedad: en ella se conjugan sexismo, racismo y especismo, y se patentiza un “vivir de la sangre de otro” (Cragnolini, 2021). Este “vivir-de” amerita el pensamiento sobre el “vivir-con” las otras formas de vida que, por su fragilidad, no forman parte de la comunidad de los hermanos.

1. Entiendo por “comunitarismos impolíticos” aquellas formas de pensar la comunidad que consideran el ser-con como modo de ser del existente humano (y no como agregado vincular atributivo) y, en este sentido, deconstruyen la política del individuo-sujeto, pensando en modos “impolíticos” de lazo (desenlace) social.

El vínculo que une a los hermanos varones es el de la sangre compartida, sea la derramada, sea la que los homologa en una familia bajo la ley del padre. En el Séminaire La peine de mort Derrida se pregunta por los vínculos entre el concepto y la sangre (2015, p. 287 ss.), por el derrame y el estancamiento de la sangre. Y en un largo paréntesis indica que se podría seguir, como él ya lo ha hecho en Glas, la “estrictura”2 de la dialéctica hegeliana que reúne la religión revelada de la sangre con el concepto. Hegel interpretó la pasión y la crucifixión de Cristo como momentos esenciales del concepto: no hay sangre perdida, sino que el concepto “estanca” la sangre, dando fin y sentido a la sangre derramada. Por ello, el concepto es el “fin” de la sangre en un doble sentido: pone fin al derramamiento, pero es también el télos de la sangre derramada: “yo diría- señala Derrida-que el concepto es la sangre consumada, a saber, la sangre cumplida, acabada, refinada, sublimada, y la sangre bebida, interiorizada en la Eucaristía” (Derrida 2015, pp. 288-289). Y si podemos pensar, entonces, que la historia de la sangre es la historia de la concepción del concepto, esa sangre es también la sangre de las filiaciones y la descendencia. Por ello, la escena de los hermanos varones que matan y devoran al padre en Totem y Tabú permite pensar, más allá de Freud, la cuestión sacrificial en la cultura y el modo en que la sangre es lo que corre (se derrama) y se lava y purifica en el concepto, pero también lo que une “fraternalmente” a los varones.

2. La idea de “estrictura” supone una estructura (no cerrada) de unión y separación al mismo tiempo, algo del orden de la différance.

En esta escena, tres ejes del modo en que es posible, desde mi punto de vista, pensar la violencia estructural en el tratamiento de humanos y de animales, se hacen patentes: la crueldad en el asesinato del padre, la virilidad carnívora de los hermanos, y la sarcofagia, la ingesta cadavérica del padre. Denomino “violencia estructural” a la articulación del así llamado mundo de la cultura (el que se suele contraponer al mundo no humano, la así llamada “naturaleza”), articulación que es violenta porque organiza de manera jerárquica las formas de vida diferentes al existente humano, y las subordina a su poder y decisión.

En este sentido, para pensar esta violencia es necesario considerar al sujeto en su condición de privilegio (cognitivo, metafísico, moral, político y económico) con respecto al resto de lo viviente. La lógica de dominación que gobierna esta articulación permite entender de qué manera sexismo, especismo y racismo son solidarios: mujeres, animales y esclavos (entendiendo por tales, en el siglo XXI, inmigrantes, personas sometidas a trata, trabajadores explotados, etc.), se encuentran en un lugar similar, el de aquellos que se consideran más débiles y por tanto, utilizables, usufructuables, negociables, intercambiables. Esta violencia estructural se articula en torno a la crueldad (el cruor, rojo, de la sangre que se derrama pero también se lava en la cultura), la virilidad carnívora, es decir, el lugar de privilegio que tiene la fuerza varonil como centro de autoridad (la voz del padre, del soberano), y la sarcofagia, la ingesta cadavérica, simbólica o real (Cragnolini, 2021, pp. 12-13). Tanto el padre-soberano como los hermanos varones que lo desplazan son devoradores del otro, y en este sentido la cultura se funda sobre el sacrificio de la carne (sea animal, sea humana). Desde la idea derridiana de “hemato-homocentrismo” que señala el lugar relevante de la sangre en la constitución de la centralidad de lo humano, es posible entender esta violencia estructural como un “vivir de la sangre” del otro (humano o animal), que opera mediante una “neutralización” de esa sangre, que no debe ser vista. La sangre que no se visibiliza en el capitaloceno es la sangre “lavada” en la intangibilidad del dinero; la sangre de los animales sacrificados para las “necesidades humanas”; la sangre de la tierra sometida al extractivismo y los agronegocios, y tanta sangre derramada en pos de la ganancia, y ocultada en formas “aceptables” para el mundo humano.

Los tres ejes señalados de la violencia estructural (crueldad, sarcofagia y virilidad carnívora) suponen una articulación a partir de la figura metafísica del sujeto moderno, sujeto ipse y soberano que, a pesar de su supuesta “neutralidad” conceptual, es masculino:

La fuerza viril del varón adulto, padre, marido o hermano […] corresponde al esquema que domina el concepto de sujeto. Éste no se desea solamente señor y poseedor activo de la naturaleza. En nuestras culturas, él acepta el sacrificio y come de la carne (Derrida- Nancy, 1989, p. 109).

Desde este punto de vista, esa violencia estructural es la que funda y ordena el patriarcado, como ejercicio de la autoridad viril que opera considerando que las formas de vida (humanas o animales) que ubica por debajo de su rango y sus prerrogativas, están a su servicio: animales, mujeres, niños, y todo aquel otro humano que considere inferior por cuestiones de raza o cultura.

Otro modo de pensar la comunidad

Si, desde las ideas desarrolladas, la cultura se gesta a partir de los tres ejes de crueldad, sarcofagia y virilidad carnívora, para pensar aquella otra reunión de singularidades o amistad que propone Derrida, desde una lógica del “x sin x”, se torna necesario analizar algunos de los elementos de la subjetividad propietaria que aún arrastramos, a pesar de las críticas y la deconstrucción del edificio metafísico, en la filosofía contemporánea.

En este sentido, es necesario tener en cuenta que en los distintos sistemas metafísicos existe un orden que es impuesto por una entidad que se considera superior y capaz de detentar el mando: este autoposicionamiento de autoridad lo reúne en sí la subjetividad en el pensamiento moderno. Quien impone orden (el fundamento) es quien manda, y quien ordena todo lo que le resulta disponible en torno a sí mismo. Organiza entonces una economía (como ley de la casa) que se remonta de manera unidireccional hacia sí mismo en tanto principio y fuente de sentido de todo lo que es. Este principio fundacional del sujeto, que se atribuye los caracteres de lo masculino, de la figura del padre que encarna la ley, del soberano-ipse, decide sobre la vida y la muerte de todo aquello que considera bajo su dominio. En la filosofía moderna, el sujeto, arkhé fundacional, se erige, como indica Derrida, como entidad autotélica. Es “El Soberano, jefe, rey hombre, marido, padre —la ipseidad misma” (Derrida 2007, p. 137)— que actúa asimilando o introyectando lo diferente, para transformarlo en parte de lo mismo. Su lógica es atributiva, y hace ejercicio de su autoridad declarando la igualdad (y por lo tanto, los mismos derechos) sólo para aquellos a los que considera sus semejantes. Pero Derrida se pregunta:

Ahora bien, ¿acaso sólo se tiene deber hacia el hombre y hacia el otro como otro hombre? […] Todas las violencias, y las más crueles, y las más humanas, se han desencadenado contra seres vivos, bestias u hombres, y hombres en particular, a los que justamente no se les reconocía la dignidad de semejantes (y no es sólo un asunto de racismo profundo, de clase social, etc., sino a veces de individuo singular como tal). Un principio de ética o, más radicalmente, de justicia, en el sentido más difícil que he intentado oponerle al derecho o distinguirlo de él, es quizá la obligación que compromete mi responsabilidad con lo más desemejante, con lo radicalmente otro, justamente, con lo monstruosamente otro, con lo otro incognoscible. Lo «incognoscible» –diría yo de manera un tanto elíptica– es el comienzo de la ética, de la Ley, y no de lo humano. Mientras hay algo reconocible, y semejante, la ética dormita. Duerme un sueño dogmático. Mientras sigue siendo humana, entre hombres, la ética sigue siendo dogmática, narcisista, y todavía no piensa. (Derrida, 2008b, pp. 145-155).

Esa ética dogmática y narcisista, que privilegia las formas comunitarias de los semejantes, unidos por ley de sangre o ley de fraternidad (que después de todo, también es ley de sangre), es la que considera que la muerte es propia del existente humano, que el animal no muere (uno de los constantes sintagmas de la filosofía) y que, por lo tanto, cuando lo matamos, no existe asesinato. Sin embargo, esa muerte “propia” del humano tal vez sea una de las últimas rémoras del pensamiento que dificulta pensar la comunidad de lo viviente (Cragnolini, 2019), y el respeto a la radical alteridad del otro, humano o animal.

La muerte que nos acomuna y la ley del tocar sin tocar

Si la muerte (desapropiada de toda subjetividad) es lo que nos acomuna, es entonces la fragilidad lo que nos une y nos distancia, al mismo tiempo, en la comunidad de lo viviente que somos. Pensando el modo de ser-con en la comunidad de los vivientes, en otro lugar he desarrollado la idea de una “comunidad de lo intocable”3. La violencia estructural que posibilita el “vivir de la sangre del otro”, articula sexismo, racismo y especismo como tres instancias de tratamiento de los modos diversos de ser con respecto al modelo androcentrado del hombre blanco que se da a sí mismo la prerrogativa de soberanía sobre todo lo viviente. Esa soberanía implica “modos de tratamiento” de la alteridad por homologación, apropiación, subyugación, interiorización, etc. La idea de tratamiento supone que algo pasa por nuestras manos, y en la metafísica de la mismidad que signa nuestra vinculación con la otredad, aquello que es “tratado” es sometido a nuestra ley de apropiación, que moldea la diferencia y la aproxima a lo que puede ser homologado a nuestro modo de ser. En Le toucher (Derrida, 2000) se plantea la posibilidad de una “ley del tocar sin tocar” en el contexto de la democracia por venir, y considero que desde ese punto de vista es posible pensar en una “comunidad de lo intocable”, como forma de acceso a otro modo del ser-con.

Desde mi punto de vista, la idea de “tratamiento” implica la noción de representación asociada al “tocar”: se “trata” a “quien” o “que” se puede conocer, pero al mismo tiempo, se puede “tocar”. La noción moderna de representación está asociada a la idea de sujeto y, como Heidegger lo ha indicado en “Die Zeit des Weltbildes”, el co-gitare cartesiano se convierte en el co-agitare de la tecnociencia, patentizando el dominio ya presente en la idea de representación (1977, p. 101). Este dominio puede ser pensado como el poder disponer de aquello que se constituye como objeto y puede ser tocado: recortado de su contexto para llevarlo a condiciones de laboratorio, disponible para ser objeto de experimentación y de manipulación. En el caso de esas otras formas de vida que son los animales, la unión del ver y del tocar habilita al existente humano, en el tratamiento, el “retocar” la genética, hacer nacer, hacinar, utilizar, viviseccionar, torturar y matar. 

2. Lo hago en mi trabajo de 2014, “Soberanía sobre lo viviente: del tratamiento a “lo intocable””, participación en Mesa redonda en Coloquio Homenaje a Derrida, Museo del Libro,Buenos Aires, 15-17 de octubre de 2014 (no publicada, incluido luego en Cragnolini 2016). Retomo varias ideas de lo allí desarrollado.

Derrida ha señalado la cercanía entre el modo de tratamiento de los encerrados (sea en zoológicos, sea en instituciones mentales) y la “trata” de personas. El tratamiento que toca demasiado al otro suele realizarse de modo más cruel sobre las formas de vida más frágiles: niños, mujeres y animales, que se consideran “cuerpos disponibles” para la virilidad carnívora que encierra, para devorarla en su propia mismidad, a la diferencia. Esto es posible por la ley apropiativa del sujeto que se cree con derecho de vida y de muerte sobre todo lo que es, ley fundada en esa lógica atributiva que opera por homologación o exclusión de lo diferente. 

Derrida (2000, p. 82) plantea la idea (problemática) de una “ley del tocar sin tocar”. Esta “ley del tacto”, frente a la ley apropiativa del sujeto, que toca para manipular y apropiarse, puede ser pensada desde aquel sintagma “x sin x” de la línea Bataille- Blanchot, sintagma en el que ambos actores plantean la cuestión de la comunidad. Y entonces, en términos de la ley del tacto, se trataría de un “tocar sin tocar”. Para pensar este “tocar sin tocar” remito a la idea de “temblor” que Derrida indica en su última conferencia, en 2004, “Cómo no temblar” (2009). El temblor indica algo del ámbito del no saber, y también, de lo que va más allá de lo estrictamente personal o subjetivo de un sujeto que pudiera decidir temblar. El temblor nos acontece, es del orden de la pasividad vulnerable ante lo que llega:

Temblar hace temblar la autonomía del yo, lo instala bajo la ley del otro —heterológicamente—. Reconocer, como lo hago aquí, que “tiemblo”, es admitir que el ego mismo no resiste a lo que lo sacude así y lo amenaza en su facultad de decir legítimamente “yo” (Derrida, 2009, p. 25).

Y entonces, aquella otra forma de pensar el ser-con frente a los modos aún fraternos (y androcentrados) de la comunidad, esa amistad que señala Derrida, puede colocarse en el ámbito del temblor, y de la ley del “tocar sin tocar”. Así piensa Nietzsche la amistad: el resguardo de la distancia exigida por el pudor implica que el amigo no puede convertirse en “prójimo” homologable en la ley de la identidad y del reconocimiento ante Dios.4

Es Merleau Ponty (1960, p. 307) quien indica, en Le visible et l’invisible, que la unión con el otro se consuma en lo intocable, un cuerpo que es, al mismo tiempo, del orden de lo tocable. Derrida retoma esta idea y la entrelaza con la noción de caricia en Lévinas, como contacto que va más allá del contacto (1990, pp. 286 ss.) porque es apertura que no busca el conocimiento o el poder.5 Teniendo en cuenta la crítica derrideana a Lévinas por su referencia al animal sin rostro, el ámbito de la caricia, que excede el rostro, tal vez sea el lugar adecuado para pensar la cuestión del otro desde el temblor, es decir, el otro ya no sometido al tratamiento, al saber, al poder, y al tener6. Tal vez la “democracia por venir”, que no se corresponde con el modelo fraterno, homofílico, o proxémico, pueda ser considerada desde este sintagma que propongo: “comunidad de lo intocable”.

Como señalé al inicio, Derrida critica la referencia a lo común y lo fraterno en los autores del comunitarismo impolítico. Sin embargo, ellos plantean la idea del “nada en común”. Y precisamente, con las otras formas de vida, el “nada en común” es, paradójicamente, la muerte que nos acomuna. La comunidad de lo intocable puede ser pensada, entonces, en el “tránsito del quién al qué” a partir del cual Derrida ha señalado que deben ser comprendidas las problemáticas del perdón, la hospitalidad, el don. En este sentido, la comunidad de lo intocable sería la comunidad de la hospitalidad incondicional, como modo de “ser-con” lo viviente en el que el cum es “previo” a toda constitución de subjetividad: este “cum” es del orden de lo neutro, del qué, y no del orden del quién. Porque el quién es siempre esa figura autoposicional y autotélica del sujeto, que se erige y convierte en soberano con respecto al resto de lo viviente (Cragnolini 2017).

4. Trabajo esta idea de amistad en M.B. Cragnolini (2006), pp. 113-134.
5. No entro aquí en los múltiples puntos que nos permitiría pensar la cuestión de la caricia, en una excedencia de la noción de rostro en Lévinas, que solo es pensable para los existentes humanos.  La caricia va más allá del orden del constatativo del saber, del performativo práxico, de la temporalidad ordenada según el presente, y del rostro mismo.
6. Me refiero con esto a los verbos avoir, pouvoir, voir y savoir con los que Derrida piensa el vínculo con el animal por parte de los humanos en la escena del rey sol ante el cadáver del elefante, en J. Derrida (2008) pp. 378 ss. Estos cuatro verbos de la soberanía tienen en su composición el ver (voir).

Este tránsito del quién al qué implica pensar una incondicionalidad sin soberanía: algo del orden del acontecimiento, de lo que excede a todo quién que se apropia de la palabra, del “yo puedo” y del “yo quiero” (Cragnolini 2018). Como señala Derrida (2001) “más allá de la economía de apropiación de un ′eso está en mi poder′, de un ′eso me es posible′, del ′este poder me pertenece′”.

¿Cuáles serían entonces las posibilidades de un pasaje desde esa soberanía incondicional del sujeto hacia una “incondicionalidad sin soberanía”? Esta es la apuesta política de la deconstrucción que, en tanto apuesta, supone un riesgo para el pensar, ya que cuestiona los modos habituales del ejercicio de la política. Considero que hay que asumir esa incertidumbre desde la idea del temblor, que corroe la presencia, la autoridad y la continuidad de un sujeto identitario, y lo coloca —o mejor dicho, lo disloca— bajo la ley de una heterología. Por eso, la incondicionalidad sin soberanía tiene que ser pensada en términos de una política del temblor: así como el soberano (con autoridad incondicional) ejerce su poder haciendo temblar “de miedo” al otro, la incondicionalidad sin soberanía supone el temblar “ante el otro”.

Frente, entonces, a la comunidad fraterna y androcentrada, esta comunidad de lo intocable implicaría la apertura y la hospitalidad incondicional con el otro, “respetar e incluso amar la invisibilidad que lo torna inaccesible” (Derrida, 1993, p. 91). Desquicio para la lógica atributiva, que piensa que amar es conocer hasta el último secreto del otro.

La pandemia y lo común de la comunidad de lo intocable

La pandemia de covid-19 ha puesto en crisis nuestro lugar y nuestra tarea en tanto existentes humanos en el capitaloceno: se nos hizo evidente que ya no podemos seguir pensando a la naturaleza como capital, y que ya no podemos seguir naturalizando el capital. Comprendimos el proceso por el cual habilitamos el espacio para enfermedades zoonóticas por el modo en que habitamos este planeta: deforestando los pulmones del planeta, expulsando de sus hábitats a especies autóctonas, destruyendo nichos ecológicos, erosionando la tierra con monocultivos, contaminando la atmósfera con hidrocarburos y con metanos de la producción intensiva de animales, ensuciando y destruyendo humedales, hacinando y torturando animales para supuestas necesidades de alimentación, vestimenta, y tantas otras. Entendimos, en la pandemia, que el planeta ya no soporta más el tipo de vida que hemos generado con nuestra cultura, nuestra tecnociencia, y nuestro consumismo, entendimos que somos esa enfermedad de la piel de la tierra, como nos denomina Zarathustra, comprendimos muchas, muchas cosas, y hoy parece que ya las hemos olvidado. Pero los virólogos nos han alertado: esta pandemia es solo el inicio de una larga cadena, si es que continuamos llevando el tipo de vida que se alimenta de la sangre de otro, sea humano, sea animal, sea el planeta mismo en la sangre de la tierra.

Tal vez sea hora de recordar lo que entendimos en la pandemia, y de pensar la comunidad de lo viviente como esa comunidad de lo intocable, en la que el vivir no se convierta en el vivir-contra y vivir-de los otros. Porque la fragilidad de la vida de la que somos responsables, ya no soporta más ser negociada y convertida en mercancía.


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Vivendo do sangue dos outros. Irmandade androcêntrica versus outras formas de ser-com os vivos

Resumo: Aborda-se a questão da crítica de Derrida aos “comunitarismos”, a partir da ideia de irmandade dos irmãos do sexo masculino. Na comunidade de irmãos homens há muito androcentrismo e sarcofagia, o que implica também a “virilidade carnívora” que fundamenta o sexismo. Por isso, a fraternidade dos irmãos homens é talvez o grande sinal da violência estrutural que ordena a nossa sociedade: nela se combinam o sexismo, o racismo e o especismo, e é evidente um “viver do sangue do outro”. – É necessária a ideia de “viver com” as outras formas de vida que, pela sua fragilidade, não fazem parte da comunidade dos irmãos.

Descritores: Comunidade, Sexismo, Racismo, Especismo.

Living off the blood of others. Andro-centered brotherhood versus other ways of being-with the living

Abstract: The question of Derrida’s criticism of “communitarianisms” is addressed, from the idea of brotherhood of male brothers. In the community of male brothers there is a lot of androcentrism and sarcophagy, which also imply the “carnivorous virility” that founds sexism. For this reason, the fraternity of male brothers is perhaps the great sign of the structural violence that orders our society: in it sexism, racism and speciesism are combined, and a “living off the blood of another” is evident. In this sense, it is neccessary the thought about “living-with” the other forms of life that, due to their fragility, are not part of the community of brothers.

Descriptors: Community, Sexism, Racism, Speciesism.

Referencias

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(2018). La comunidad de lo viviente en el trayecto de la soberanía in-condicional a la incondicionalidad, sin soberanía. En M. B. Cragnolini, Comunidades (de los ) vivientes (pp. 57-78). Adrogué: La Cebra.
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