2024: El problema economico - Vol XLVI nº 1

Carlos Moguillansky: Médico, psiquiatra y psicoanalista.  Miembro pleno de APdeBA, FEPAL e IPA. Ex Secretario científico y ex presidente de APDEBA, durante su presidencia se fundó el IUSAM. Miembro del Consejo editorial del International Journal of Psychoanalysis. 2001-2008. Miembro del comité científico del IPA Congress de Hamburgo 2001. Suicidality. Autor de Decir lo imposible, Clínica de adolescentes, Las latencias, El dolor y sus defensas, Editor de J. Bleger Revisited y The Work of Donald Meltzer (Forthcoming) by IPA Publications Committee. Coautor de publicaciones en revistas y en varios libros en español e inglés sobre Adolescencia, Realidad psíquica y Clínica.

Resumen: El impasse analítico puede deberse a la presencia de una transferencia solapada y oculta, que aquí se define como transferencia cristalizada. Ella opera como un encuadre encubierto y define el significado de los intercambios en un psicoanálisis. Ese descubrimiento puede expandirse a otros ámbitos de la vida personal, familiar e institucional. En ellos la TC genera una amplia serie de mitos, rituales y hábitos cuya aspiración es crear un hábitat seguro, previsible y controlado. Esas instituciones son soluciones en el terreno de una identidad personal o social. Por dicha razón, se comportan en un ámbito escindido y desmentido, por fuera del intercambio corriente. En ellas se aloja una severa irracionalidad y una dependencia rígida y monótona a establecidos consagrados y tomados como sagrados e inmodificables. El abordaje de estas TC genera una inestabilidad de todo el sistema de identificaciones de un individuo y de un grupo o comunidad, en un clima de catástrofe inminente. La elaboración de esta inestabilidad torna la situación en un cambio instituyente de una nueva perspectiva vital, que en la adolescencia hemos denominado debut adolescente. En esta publicación las ideas sobre el debut pueden ganar una cierta expansión a otras crisis vitales.

Descriptores: Transferencia, Impasse, Encuadre, Escisión.

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Introducción. El impasse y las transferencias cristalizadas

Esta exploración se sostiene en un corolario de las observaciones de José Bleger sobre Psicoanálisis del encuadre psicoanalítico. Se desprende de sus observaciones que, todo proceso analítico y todo proceso psíquico en general están enmarcados por un horizonte de sucesos, al que llamamos encuadre. Ese horizonte delimita qué se puede percibir, concebir y pensar. Y, por supuesto, qué no se puede realizar. Ese límite no es sólo práctico, pues tiene un paralelo emocional, asociado a las experiencias caóticas y confusas que surgirían si ese límite se rompe o traspone. El encuadre define aquellas pre concepciones que gobiernan los procesos psíquicos. Y, en ese encuadre, quedan delimitados aquellos sucesos que son compatibles con su marco de sentido compartido por una comunidad. Como se puede apreciar, las ansiedades caóticas que están del otro lado de esa frontera exigen una escisión singular, que Bleger denominó clivaje, para diferenciarla de los procesos de escisión usuales. Dicho clivaje delimita el horizonte concebible de aquel que no lo es. Eso habilita un campo de exploración psicoanalítica de aquellos hechos que chocan con esa frontera. Y pueden eventualmente generar un impasse.

A su vez, W. Bion desarrolló las ideas de preconcepción y de sus posibles cambios frente a experiencias emotivas que se le aproximen. Bion concibió la idea de que esas pre concepciones podían ser cambiadas en la experiencia, a pesar de las consecuencias casi catastróficas que eso podía desencadenar. Esas observaciones están en el mismo campo de experiencia que aquellas de Bleger y pueden establecer con ellas un diálogo fecundo. En la clínica de los pacientes adolescentes es usual encontrar situaciones en las que un joven y su familia deben enfrentar una crisis de proporciones, cada vez que la institución familiar o sus tradiciones identitarias son cuestionadas por un impulso al desarrollo original de ese joven. En esos casos se levanta una severa tensión, llena de exteriorizaciones de violencia, en las que todo parece conducir a una catástrofe sin remedio, pero que, luego de un tiempo de elaboración reflexiva, se calma y lleva a un nuevo curso de acción, del joven y de su familia. Esa catástrofe inminente se torna en un cambio catastrófico evolutivo, que conduce a un nuevo rumbo vital, con los aportes que dicha recombinación de actitudes conlleva. He llamado debut a ese cambio de rumbo, para destacar la originalidad inicial del mismo y para evocar su raíz sexual.

Luego, encontré estos fenómenos en otras crisis vitales, a otras edades. Y me he permitido proponer una generalización de estos hechos para llamar la atención de otros analistas sobre los mismos. Así, entre todos podremos acumular experiencia sobre ellos. Y encontrar similitudes y diferencias.    

Todos tenemos noticias de tratamientos muy prolongados, que se eternizan por años, sin que se inquieten ni el paciente ni mucho menos el analista. En esos casos suele estar presente un acuerdo inconsciente entre ambos, que sostiene una relación de transferencia cristalizada, congelada y sin cambios. El movimiento usual de la transferencia analítica se vuelve una relación fija e inmóvil, de mutuo sostén. Esta observación permite destacar la eficacia de un encuadre, a medias silencioso a medias una verdad a voces, en el que se instaló una suerte de institución inamovible. Ese encuadre estable y cuasi sagrado mantiene las relaciones mutuas del analista y su paciente durante muchos años, a pesar de las crisis personales y familiares de cada uno. No hay crisis del encuadre en estos casos. Más bien, el encuadre sostiene una relación cristalizada, bajo la forma de una escena inmóvil. Lejos de ser el marco de la relación, el encuadre ocupa aquí un rol central, y dispone desde su posición sagrada, una serie de ritos, desmentidas y escisiones de la realidad que sostienen una ilusión de idéntica y rígida continuidad. La transferencia y el encuadre se mimetizan entre sí, hasta resultar un único fenómeno. El no proceso del encuadre invade, inmoviliza y cristaliza al proceso de la transferencia y lo transforma en una institución cristalizada. En mi opinión, esta situación es más frecuente de lo que creemos y está presente en infinidad de situaciones de impasse de los tratamientos ordinarios.

Esta situación es similar a otras constelaciones defensivas que mantienen congelada una determinada configuración transferencial con uno o varios allegados, con una institución o bien con un encuadre vital cualesquiera. En ellas, encontramos el mismo tipo de defensa ante el dolor asociado a una decisión vital, propia y muchas veces ajena. Una decisión supone una definición, una diferenciación o una ruptura con viejas usanzas de la vida. El resultado de esa transferencia, cristalizada o congelada, instala un cuadro ambiguo, en el que no se toma una decisión o una determinación, pues ellas suponen una pérdida dolorosa asociada al rumbo elegido. La vida es muchas veces comparable con un jardín borgeano de senderos que se bifurcan, y, en ellos, cada quien se ve obligado a decidir y despedirse de un camino determinado. En otras, esa persona evita elegir para no sufrir el dolor de esa ruptura con su presente o su pasado. Esa defensa sume al sujeto en una atmósfera de ambigüedad, en la que ninguna definición es posible. Dicha ambigüedad es aparente, pues está evitando una definición dolorosa subyacente. Curiosamente, esa ambigüedad se asocia a un apego artificioso con un lugar, con una persona o con una actividad, y se genera una relación simbiótica que, lejos de estar ligada al afecto, se sostiene en la desesperada urgencia de un aferramiento a una escena conocida o sentida como propia. Como se puede concluir, no se trata de una elección afectiva, sino más bien de una definición identitaria, pues en ella está en juego un riesgo de perder el sentimiento de identidad consigo mismo o el sentido de continuidad de la vida. El riesgo de esa brusca ruptura genera ansiedad, temor o incluso terror, ante un escenario ajeno y desconocido. Esas experiencias son bien conocidas en las crisis vitales, sobre todo en la adolescencia, donde el acceso a la exogamia despierta no pocas tensiones en el joven y en su familia. He llamado debut al conjunto de esas tensiones, pues las vi inicialmente en los jóvenes que atendí durante muchos años. Luego, he podido comprobar que estos hechos se suceden en otras edades y crisis de la vida, cada vez que ella expone al individuo a asumir su propio sendero vital en dicho jardín. La tensión del Yo y de su sentido de la identidad consigo mismo pone en juego defensas arcaicas pre represivas. La escisión y la desmentida son usuales, aun en constelaciones neuróticas corrientes y su presencia no constituye un indicio de gravedad. Sólo se trata de configuraciones alarmadas ante el riesgo de un intenso dolor de disolución del sentido de la identidad, que se defienden con estas transferencias cristalizadas. Es probable que, detrás de cada encuadre, aniden estas situaciones que parecen más frecuentes de lo que creíamos. La ambigüedad y el aferramiento simbiótico parecen trabajar en un conjunto defensivo al servicio de sostener una institución protectora de la continuidad de un estilo de vida sin los riesgos de una ruptura del mismo. Eso instituye una institución, tan rígida y sólida como tantas otras.

Sin entrar en detalles en algún caso de acuerdo corrupto, estamos frente a un impasse, aceptado por ambas partes del trabajo analítico. Sin llegar a esos extremos, esta observación puede generalizarse a muchos otros casos, menos severos, en los que ocurre un impasse debido a una situación transferencial cristalizada. Ese impasse bien puede llamarse institucional, pues el análisis deviene en una institución rígida y congelada, en sus ritos y modos de acción. Algunas de estas modalidades del impasse de un psicoanálisis conducen a observar formas de la transferencia que se expresan y se ocultan tras los modos usuales de ser de una persona. Este impasse es muchas veces atribuible al paciente y a sus peculiares maneras de ser y de actuar. En otras, el impasse, lamentablemente, solo es explicable por la modalidad o los puntos ciegos del psicoanalista. Ese tipo de impasse resulta del conflicto entre el impulso al desarrollo y la necesidad de seguridad y de confort otorgado por el logro de un statu quo defensivo. Por esta razón, este impasse se instala en las regularidades de un intercambio, en lo que usualmente se define como el encuadre o el marco regulatorio de una relación institucional. El tratamiento psicoanalítico no es ajeno a estas prácticas institucionalizadas. Y adquiere reglas explícitas e implícitas que se instalan e impregnan sutilmente dicha práctica, como una suerte de Biblia de la relación, de reglas no escritas que, en su obviedad, permanecen mudas e invisibles. Esta situación es prácticamente universal y su tenacidad y reiteración es paralela a la tozudez de su certeza. Muchos análisis se eternizan alrededor de ellas y perduran como un acuerdo cuasi simbiótico entre paciente y analista, en un acuerdo de buena fe, que tiene un aspecto oculto y subrepticio. La parálisis asociada a esta situación es bien conocida, desde los trabajos de José Bleger sobre el encuadre. Sin embargo, hasta donde sé, es muy poco lo que se ha podido ver y desarrollar en estas materias. Si bien Bleger llamó a esta situación no proceso, para diferenciarlo del proceso usual que se despliega en un psicoanálisis, no necesariamente debemos creer que no puede modificarse ante una observación más penetrante. El diálogo analítico debe proponerse investigar estos hechos ancladas en el encuadre, toda vez que se sabe que ellos están allí, esperando a ser descubiertos y resueltos. Pues, cuando eso pasa, el paciente puede liberarse de su experiencia tan confortable como cautiva o, incluso, adictiva.

El valor defensivo de estas transferencias cristalizadas no es menor. Y este hecho debe ser destacado. En un trabajo anterior describí estos cuadros como parte de los estados mudos o asintomáticos de la locura. Esos cuadros suelen activarse en una crisis vital o del tratamiento, cuando estas TC se vuelven visibles.

En el seno de estas transferencias cristalizadas se da un acuerdo simbiótico entre el Yo del paciente y un objeto que actúa como depositario de aspectos instrumentales de su persona. Este objeto puede tomar la forma de un superyó, muchas veces tiránico, de un objeto víctima o victimario, de un guardián acompañante o bien de un ser a ser atendido de por vida. Esa ligazón vincular contiene aspectos de verdadera ambigüedad, que borronean el horizonte y las posibles opciones del Yo, como un refugio ante el riesgo de una libertad peligrosa. Por esta razón, tanto los duelos como las crisis vitales suelen ser el momento en las que ocurre una ruptura de estos vínculos ocultos, y cuando se despliega la crisis defensiva que estuvo latente durante mucho tiempo. Esas crisis tienen una severidad variable, pero en algún caso, pueden adquirir la forma de una crisis con irrealismo y trastornos de la ideación, similares a una locura. Sin embargo, esos cuadros son transitorios y de buen pronóstico, pues corresponden a la ruptura de un sistema defensivo cristalizado que puede ser el debut de un nuevo rumbo de la vida. Estas situaciones suelen ser frecuentes en la adolescencia, pues allí es bastante usual que ocurran rupturas de situaciones institucionales defensivas de un joven y de la familia. Pero también pueden ocurrir en otros momentos decisivos de la vida, cuando un duelo, por un allegado o por una pérdida vital cualquiera, pone en marcha una cuestión que rompe el equilibrio defensivo que se instaló como una institución en esa vida. Si bien toda la situación tiene el aspecto de una catástrofe que rompe o desordena, a poco andar se observa que ocurren cambios, al principio sutiles y luego más notorios, que dan cuenta de un cambio catastrófico productivo, afín a los deseos más profundos de esa persona. 

En dicho conflicto, la incertidumbre respecto del propio deseo y de los avatares del entorno futuro apuntan a reforzar las defensas tradicionales conocidas desde siempre. Eso se traduce en un refuerzo de las rutinas, las creencias y los ritos de una persona, de una familia o de un colectivo institucional cualesquiera. Esas reglas se tornan rígidas y rutinarias, al punto de volverse invisibles en los intercambios cotidianos de esa persona con su mundo. Dichas reglas que definen los modos de ser y de actuar se repiten y transmiten como una transferencia usual, pero, en este caso, con un grado de cristalización defensiva que no suele estar presente en la transferencia ordinaria. Ellas aparecen como pequeñas advertencias o recomendaciones que realiza el paciente en el inicio de un tratamiento, cuando pide o exige cierto trato especializado o preferencial. Y allí se quedan instaladas en el encuadre para siempre, como un aspecto del yo soy así de cada quien. Surgen como una imposición natural, casi como una urgencia, o bien como un pedido de consideración especial. Parecen un ruego de un trato de excepción que recuerda los trastornos excepcionales del carácter, pero no siempre son una exigencia narcisista. En otros casos, ni siquiera son explícitos y se sostienen en silencio, en los márgenes de la interacción, como un marco o una referencia de significado que sólo excepcionalmente sale a la luz.   

Estas maneras de ser o de actuar se reiteran en la vida cotidiana, personal o profesional, y pueden ser observadas y eventualmente resueltas a través de su análisis detallado o de su ejercicio en un espacio de reflexión o de supervisión. En ese caso, la posibilidad de ver en perspectiva los hechos permite una visión a distancia que ofrece un nuevo vértice, una visión tercera de las acciones por fuera de la interacción del yo y del tú de la interlocución. Se espera que surja allí un tercero discursivo, en el observador o en el objeto y eso ofrece un ángulo diferente de los hechos que rompe la rutina de una visión adocenada. Ese movimiento desde la interlocución de un yo con un tú, en la acción directa, hacia el recurso narrativo de hablar de un tercero, de un él, es algo más que una conjugación discursiva. Pues implica un cambio de estructura de las representaciones, toda vez que, en el pasaje por un tercero objetivado, esa posición de un él, la tercera persona del singular, saca al yo de su centralidad y propone un movimiento de represión que estabiliza la representación en una figura concreta y observable por el yo y por el tú, en un consenso representacional (Moguillansky, 2011).

En este texto me centraré en el estudio de estas expresiones transferenciales que, por ser tan obvias, quedan por fuera de la visión y de la alerta, mientras ellas se ubican en una suerte de marco perceptivo y conceptual, que hace de límite al horizonte de sucesos psíquicos. La curiosidad y el empeño hacia el desarrollo quedan paralizados por ese límite de la transferencia, que se cierra sobre sí e impide salir de su pequeño mundo conceptual. En este sentido, mantienen una similitud con la reversión de la perspectiva, postulada por W. Bion. A diferencia de aquella, en este caso no se trata de una función psicótica. Su condición irrealista u eventualmente loca, se debe a la necesidad institucional de esa persona o de ese colectivo de sostener una cosmovisión usual y tradicional, de un mundo que fue enseñado, conocido y conducido desde la infancia por el entorno en que esa persona se educó y se crio. Como en toda institución es imaginable que se allí se acuñen expectativas y ritos irracionales, pero eso no implica necesariamente que sean psicóticos. Muchas de las instituciones analíticas se manejan con esas mismas razones y todos estamos de acuerdo en aceptarlas, a pesar de alguna incomodidad.

La resolución de estas transferencias supone un paso de objetivación reflexiva. En la práctica, se trata de llevar el plano activo de la interlocución de un yo con un tú hacia la distancia observable de un él, una posición tercera que ofrezca un vértice de observación diferente. Se trata de salir del plano discursivo natural hacia una dimensión meta, que permita verse en el espejo o en la mirada de un observador tercero. El cambio discursivo que conlleva ese ejercicio ofrece un vértice nuevo y una posición subjetiva distinta. Se ha salido de la acción directa y se ingresa en el espacio narrativo de un relato distante de los mismos hechos. El Yo actuante se desdobla y se desliza al rol del Yo observador de sí mismo. Esa operación permite localizar estos modos usuales y caracterológicos de cada intervención y sus límites tanto para percibir los hechos como para concebirlos y pensarlos. En ese caso, la visión más desapasionada y neutra es aquella que más detalles puede proporcionar a la observación de estas maneras usuales y obvias para el usuario implicado en esa interlocución. En otras palabras, cada persona tiene un horizonte de percepción y de concepción delimitados por su modo de estar en el mundo y en la vida, por su historia y por sus modos usuales de responder a los problemas usuales de los mismos. Esos límites obvios para cualquier observador son, sin embargo, puntos ciegos muy difíciles de reconocer para ella.

Ilustración clínica

Una viñeta ayudará. Juan consultó por su severa disfunción sexual. Relató que había sido tratado por muchos especialistas sin resultado y había emprendido un largo psicoanálisis sin resultado, que terminó en un encuadre psiquiátrico y medicalizado. Es y había sido un hombre exitoso y había escalado hasta una alta posición gerencial. En su reanálisis, su machacona queja sexual no cedía ante ninguna intervención. Y se instaló como un impasse del análisis. Sin embargo, Juan pudo describir en detalle su niñez como un niño frágil y enfermizo. Un aspecto que contrastaba con su posición exitosa y fuerte como empresario. Su fragilidad infantil formaba parte de una relación muy posesiva, casi tiránica, con su madre. Ella lo había sobre protegido, al punto de no dejarlo jugar con los otros niños, por temor a un posible contagio. Juan se ufanaba de haber superado totalmente esa actitud, con la ayuda de su empeño y su espíritu luchador. Él era y había sido un fighter, tanto en su profesión como en su vida personal. Decía que era famoso por ello. Un par de años de tratamiento pusieron de manifiesto que él nunca había confiado verdaderamente en su capacidad. El creía que su éxito dependía de su habilidad para mimetizarse con el amo de turno. Cuando descubrió que eso no era así y que sus empleadores lo elegían por su capacidad de comunicación con los empleados a su cargo, en un lenguaje llano y sencillo, pudo escuchar que había sido desleal consigo mismo. Su temor a ser ese Juan real lo había llevado a disfrazarse. Él era un cordero con piel de lobo. Casi sin ninguna intervención directa sobre el tema, comenzó a experimentar una mejoría de su función sexual. Y un día, casi sin preámbulos, comentó que él se daba cuenta que su posición con el sexo era la de un enfermo, un ser frágil que debía no poder, pues esa había sido su actitud de niño con su madre. El síntoma había estado todo el tiempo ante nuestras narices. Él no tenía un problema sexual, él debía ser un niño problema, lleno de remedios y sin derecho a jugar con los otros niños. Así sostenía y había sostenido su lealtad con una madre posesiva y fóbica. Al igual que en la carta robada de Poe, los hechos estaban tan a la vista que quedaban escondidos como un elefante dentro de una manada de elefantes. El cuidado médico o, mejor dicho, la medicalización de su malestar había sido el perfecto refugio para una transferencia cristalizada que había sobrevivido por años. El fighter podía luchar siempre que el niño estuviera protegido por su empeñosa mamá. El abordaje de este conflicto disparó una peoría transitoria, con temores y preocupaciones hipocondríacas. Ellas cedieron cuando Juan comprendió que jugar con otros niños era un destino incierto, en el que podía herirse, enfermar o contagiarse de la vida misma. Que la vida era una empresa incierta y llena de sorpresas. ¿Por qué no iba a ser ese también su caso?

No es sencillo advertir el trasfondo de esos cambios. Probablemente, Juan comprendió que sus ideas sobre las razones de su éxito profesional dependían menos de su obsecuencia mimética y en realidad eran el resultado de su capacidad de ser sencillo y claro con sus subordinados. Este descubrimiento tuvo sus efectos. Él podía empezar a creer en sus propias fuerzas, en la potencia derivada de sus orígenes, en la autenticidad de su personalidad. En paralelo, podía minimizar la importancia de su deseo de agradar y de ser aprobado por sus superiores. Quizás esa fórmula tuvo efectos sobre su relación consigo mismo y con su madre. Podía pensar que él no era el niño enfermizo que su madre crio con temor y sobreprotección. Tampoco necesitaba entonces ser un fighter reactivo a esa inferioridad. Eso podía ser evaluado con otras reglas, acordes a su realidad actual y menos ligadas a la historia familiar infantil. Una anécdota puede servir de ilustración de estos hechos. Juan compró una propiedad en las afueras de su ciudad natal. Cuando terminó de acondicionarla y se dispuso a mudarse para utilizarla en los fines de semana, descubrió que había comadrejas en el territorio, naturales y propias de la zona. A él no le molestaban, sólo iba a estar allí algunos días en la semana y le resultaban pintorescas. Pero esas razones no eran buenas para su esposa. Decidió poner una cerca para evitar la invasión de esos seres salvajes, aunque inofensivos en verdad. Eso generó una polémica entre él y su familia. ¿Cuál era el problema de esa convivencia con esos seres salvajes, cuál era el daño que podría suceder? Juan advirtió que estaba discutiendo consigo mismo sobre la convivencia de sus aspectos salvajes, instintivos y divertidos con las normas actuales de la sociedad familiar y conyugal. Una discusión sobre la autenticidad y los reparos de su ejercicio con respecto al deseo de los otros. Un tema que Juan sentía absolutamente novedoso para él, pues siempre había creído que lo natural era mimetizarse y someterse a los deseos y las aspiraciones de los otros, que él consideraba naturalmente superiores a él.

Se advierte que estas rupturas de sus movimientos defensivos conjugan efectos de represión, caída de escisiones y de desmentidas. La elaboración psíquica echa mano de esos recursos para sus fines, al servicio de una mejor distribución de su equilibrio desiderativo y defensivo. El impulso al desarrollo hace presión en todos los frentes y desmorona creencias y ritos, que servían de obstáculo al desarrollo, en su necesidad de confort y de seguridad. Para decirlo en breve, cuál es la adecuada sintonía entre la seguridad de una cerca y la cercanía de esos seres silvestres que naturalmente pueblan la zona.

Discusión

Las TC aparecen desde el inicio de un psicoanálisis, porque acompañan al paciente desde siempre. Sin embargo, quedan disimuladas en el paisaje de lo obvio, de aquello que, por su natural presencia, queda fuera del foco del paciente y del analista. Están ahí, muchas veces a la vista a plena luz, y sin embargo, quedan ocultas en la hojarasca abigarrada del discurso rutinario. Las oculta una singular desmentida, o una singular escisión, o ambas. Las TC hacen su obra desde lo obvio, desde su exigencia natural.

Su tendencia a la reiteración de un mundo conservador y rígido contrasta con el espíritu aventurero y la natural curiosidad del deseo de desarrollo, propio de la necesidad de crecer, de expansión y de exploración de nuevos horizontes. Probablemente ese espíritu nunca se pierde y sólo espera que el conflicto conservador se resuelva a favor del desarrollo. El psicoanálisis en esos casos sólo puede aspirar a eliminar las piedras que hay en el camino, una de ellas es precisamente esta tendencia al impasse asociada a la repetición de estas transferencias rígidas y caracterológicas.

Las intervenciones sobre la transferencia han constituido la piedra angular del tratamiento psicoanalítico. La repetición de experiencias y vivencias del pasado infantil han sido observadas como una forma del recordar, como un modo indirecto de rememorar una zona del pasado cuya narración en recuerdos no es accesible para el paciente. Esta transferencia habitual de cualquier tratamiento también es observable como una forma de expectativa respecto de los hechos actuales, que le da un significado y los anuda a cadenas de significación de la historia de la persona. La transferencia es entonces un modo de recordar y también un modo de comprender la vida actual, pues ella les da un formato discursivo a los hechos dispersos de la vida actual. Ellos son coloreados y definidos por esa expectativa y, de ese modo, la transferencia contribuye a dar un significado único y singular a cada experiencia. Estos fenómenos tienen una movilidad singular y su elasticidad explica la maleabilidad de la organización neurótica, permeable a los indicios del entorno y a los deseos de los semejantes. Esa transferencia es móvil, plástica y permeable a las modificaciones que la actualidad imprime sobre su expectativa.

Sin embargo, se debe admitir que la transferencia tiene sus puntos de resistencia e insiste en mantener su significación a pesar de las pruebas en contrario que le brinda su interacción con las vivencias presentes y con las intervenciones del analista. Esa resistencia puede ser mínima o, como veremos, máxima. Puede hacerse explícita en el diálogo manifiesto del paciente o aparecer escondida en los suburbios del diálogo, como un marco prejuicioso de los hechos o como una inhabilidad para comprender otros puntos de vista sobre los mismos hechos. En algunos casos, esa expectativa transferencial contribuye a una repetición monótona de las mismas escenas y acciones, en lo que solemos llamar una neurosis de destino. Una y otra vez, la misma escena, el mismo drama se desencadena casi sin variaciones y esa persona sufre el mismo tipo de dolorosas experiencias que se han repetido en el pasado infinidad de veces. Esa modalidad de la transferencia es monótona, rígida y machacona y, como veremos, no tiene la flexibilidad ni la utilidad de la transferencia habitual. Ello la ubica en un verdadero obstáculo de la cura y en un problema terapéutico de primera magnitud.

Este aspecto resistente de la transferencia merece ser definido como una transferencia del carácter, en la medida en que ella se asocia a los cuadros caracterológicos más reluctantes a alguna modificación vital o terapéutica. Ella es sin duda una modalidad de la transferencia, pero a diferencia de ésta, ella es más rígida y repetitiva y tiene un modo machacón de reiterarse. Reproduce una escena habitual de la vida del paciente, y repite sus modos de vincularse consigo mismo y con sus allegados. En ella se ven muchas veces una intrincada interrelación e intercambio de funciones psíquicas con sus allegados, con diversos grados de confusión recíproca y de fusión de identidades. En algún caso extremo la configuración de diversos grados de escisión y depositación de la escena —en la clandestinidad de la relación— alteran la posibilidad de una relación emocional íntima, promoviendo una verdadera difusión de identidad alrededor de la imagen de un ser sincicial o simbiótico. Este intercambio de funciones invita al analista a compartirlos.

En esos casos, el paciente debuta en su análisis con una modalidad de interacción, en la que los papeles están guionados. Al paciente, a su familia y a su analista le corresponderán determinados caracteres y determinadas actitudes esperables. El analista se ve obligado a disculparse o a desmentir una actitud que le ha sido atribuida de antemano y todo se desenvuelve de acuerdo al guion que ha generado este tipo de transferencia. Este cliché o guion rígido es heredero de alguna práctica relacional o discursiva del paciente con su familia de origen, con su familia actual o consigo mismo. Y se constituye en una verdadera rutina de ritos, expectativas y acciones que se repiten al infinito, como un cliché vincular. La reiteración de esa transferencia rutinaria y monótona le da al diálogo psicoanalítico una dimensión institucional. Y esos vínculos hacen de zócalo o de marco discursivo a los diálogos analíticos, como una zona que colorea los significados o restringe el escenario y el horizonte de las expectativas y posibilidades de la interacción y de los intercambios emocionales. A punto tal, que el paciente puede directamente reconocer estar preso de esa situación, muchas veces compartida por el analista. La asfixia y el encierro de esa escena tiene un carácter claustrofílico indudable y las puertas de ese encierro parecen inexorables y eternas.

Claustrofilia, cautiverio y clandestinidad

Esta claustrofilia es cautivante, primero porque tiene un atractivo seductor indudable. Segundo, porque impone un cautiverio que encierra, con la culpa, con el odio o con el temor. La variedad de los motivos ofrece una clínica caleidoscópica. Sin embargo, lo más frecuente son las relaciones cautivas entre un ser en posición débil o necesitada y un ser que queda al cuidado de él. La relación de asistencia es tan intensa que sume al cautivo en una atmósfera de encierro e impotencia, cuyos límites son férreos e impiden el desarrollo de sus horizontes de acción. La atmósfera de asfixia o traición. Donald Meltzer describió con la noción de Claustrum estos encierros en los que las diferencias sexuales se pierden a favor de relaciones de poder y de prestigio. La observación de Meltzer puede ampliarse a estas configuraciones, que ya no son pre psicóticas, y que conforman un amplio espectro de relaciones familiares o emotivas. Un aspecto interesante a destacar de esa observación del Claustrum es la ausencia de una preconcepción edípica en sus relaciones mutuas. Ellas han sido reemplazadas por vínculos de poder. En paralelo, las defensas que predominan en el Claustrum son del orden de la desmentida de una legalidad exterior y la escisión que incluye un testigo potencial al costado del espacio clandestino.

La clandestinidad es una salida clínica usual para resolver un cautiverio sin salida. Cuando los celos son muy intensos, o la posesividad culposa es extrema, la clandestinidad es un recurso habitual. La escena se escinde y los personajes del conflicto se distribuyen en el espacio escindido. El espacio se despliega entre una instancia observadora, crítica o moral y un Yo trasgresor y culposo, que huye del cautiverio por la vía de una práctica oculta y traidora. Dicha práctica está dedicada al observador ausente o inadvertido de la transgresión. Por dicha distribución del conflicto, en esos espacios de complicidad, la zona más interesante es la frontera de contacto entre la pareja trasgresora y el testigo ausente, potencialmente presente al menor descuido.

Es interesante consignar que la transgresión es una traición. Vale decir, la falta ética es una deslealtad a un par, erigido en el rol ambiguo de un superior. No se viola una ley, sino un acuerdo o un pacto de lealtad. O bien se trasgrede una ambigua posesión. El traicionado reclama su posesión defraudada a un sujeto traidor que usurpa un derecho a la libertad denegado.

Esa frontera es la fuente de una erogeneidad máxima, fomentado por el riesgo de ser descubiertos. La culpa transgresora migra hacia una erotización masoquista moral. El testigo es un personaje esencial de la escena clandestina, que busca liberarse del cautiverio a través del acto de ocultar sus acciones. A ese testigo se le dedica buena parte de la acción y forma parte esencial de la escena. Como un irónico gesto de este hecho, recordemos la broma musical de Mozart en Don Giovanni, cuando destina la melodía a un par de cornos como jocosa alusión a los cuernos del testigo cornudo y engañado. La broma gana un doble efecto si el público advierte la alusión mientras observa que el cornudo no se da cuenta de nada. El juego de escondidas de las reglas de la represión junto a las reglas de la mentira y la clandestinidad cómplice es permanente en los bordes de la escena del cautiverio. Y, en la adolescencia, estas escenas clandestinas son la regla, en su intento de establecer una realidad autónoma cuando aún no se tienen todas las fuerzas para un desafío más frontal y pleno con la autoridad institucional de la familia primaria.  

En muchos ejemplos de la clínica, esos fenómenos sólo son aparentes cuando algún aspecto inmóvil de la interacción se moviliza y despierta alguna experiencia caótica. Esos hechos fueron descriptos como rupturas del encuadre por José Bleger hace unos cincuenta años y han dado lugar a publicaciones sobre la importancia del encuadre como un zócalo normativo, como un marco de referencias o como un horizonte de expectativas. En otros casos, esas transferencias rutinarias sólo se hacen manifiestas en los prejuicios y creencias del paciente, allí donde él se refugia frente a las incertidumbres de su deseo y de su vida. Otras veces, sólo aparecen como una crisis del entorno fijo de su vida o de su análisis rompe la rutina cotidiana.

La transferencia ordinaria y las transferencias cristalizadas

Las representaciones psíquicas tienen una significación propia o local, ganada en la inscripción de una vivencia, y una significación abierta a sus resonancias con otras líneas o tramas de representación, que surgen en el intercambio asociativo, presente y futuro. Esa doble naturaleza de la representación define una condición general de la transferencia. A su vez, el plano metafórico de toda representación alberga una zona de precisión de significado, supongamos este remolino, y un plano abierto a un cierto sinsentido, dispuesto a ser calificado o transformado en la resonancia con otras representaciones, supongamos el remolino de… tus sueños, de tu futuro, de tus pensamientos, etc. Ese sinsentido de las metáforas es clave para el desarrollo de su función de inscripción y de ganancia simbólica de aquellas transferencias necesitadas de una ulterior transformación psíquica, al servicio de una mayor sofisticación emotiva.

La transferencia se comporta como una expectativa doble, que repite una escena del pasado, cuya significación se originó en lo vivido allí y entonces. Y, al mismo tiempo, se abre a una interacción actual con aquellas vicisitudes de su reviviscencia actual. Ese cruce de sentidos es complejo y depende de razones propias del intercambio simbólico y semántico de ambos componentes, el pasado y el actual, como de aquello que se vive en la actualidad, a medias influido por la expectativa pasada y a medias influido por lo que ocurre en el presente. En otras palabras. La repetición de la transferencia es algo más que una repetición, en tanto ella incluye una transformación de su significado en la re-vivencia actual de su expresión.

Sin embargo, esa resonancia actual no es nunca plena, salvo en casos excepcionales. La expectativa transferencial del pasado tiene una cierta resistencia a perder su significado original. Y aun en aquellas experiencias actuales que alteran mucho su sentido, mantiene una cierta adherencia a su significado de origen. Esa resistencia es del orden de un “sí, pero”, lo que pareciera sugerir una defensa de desmentida de la vivencia actual, a favor del mantenimiento de la expectativa original, que en ese caso se comporta como una creencia. Esta condición es tanto más acentuada cuanto esa transferencia proviene de la vida infantil y cuando ella tiene un carácter traumático. Este fenómeno es mayor cuando estas resistencias se afincan en ritos o creencias que afianzan la identidad del Yo y del colectivo que lo rodea y lo sostiene. Estas formaciones defensivas son cruciales a la hora de sostener las identificaciones que están en la base misma de la vivencia de identidad o de continuidad de la experiencia.

Veamos la expresión de las transferencias cristalizadas en las defensas del carácter y en los límites del horizonte conativo y semántico de esas defensas. Cada serie de representaciones está anudada a una inserción narrativa. Forma parte de uno o más relatos que le dan un significado determinado. Aunque esté abierta a nuevos sentidos, esa significación original está en cierto modo cerrada sobre el relato original, que la originó y le dio su forma y su argumento. Esa resistencia a nuevos significados parece depender del impacto emocional inicial que fue vivido en su momento. A ese impacto se agrega un nuevo factor, ya mencionado, que tiene el valor de una creencia o de una idea sobre valorada. Si bien acepta el nuevo significado aportado por el contacto con las nuevas resonancias, se resiste a modificar su significado original, aun si es contradictorio con el nuevo sentido. Sí, pero no es tan así, puede ser el formato del resultado de esa resonancia. Comprendo que esa manera de pensar o de sentir sea exagerada, pero aun así… propongo al lector el ejemplo de las personas con falta de humor o con una tendencia a tomar a mal una ocurrencia o un chiste. Esa falta de elasticidad para usar el humor o para disfrutar de reírse de uno mismo depende del efecto defensivo que esa situación genera en ellos. En muchos casos depende del tema, pues con algunos temas muy sensibles no se puede realizar un chiste. En otros, depende de la susceptibilidad personal de esa persona. Dicha hiper sensibilidad está determinada por una tendencia defensiva que se traduce en una creencia, habitualmente sobre valorada, de tono depresivo o paranoide. Esta condición de la psicopatología de la vida cotidiana tiene su paralelo en la clínica de la transferencia cristalizada. Cuando ella ocurre, advertimos que el cliché transferencial no tiene la elasticidad usual de la transferencia analítica aprovechable. Por el contrario, ella es rígida, monótona y repetitiva. El paciente no puede salir de esa escena, más allá de lo que ocurra a su alrededor. Está encerrado, ensimismado en su escena y en el significado de su historia personal. Ese encierro reiterativo, propio en alguna medida de una escena claustrofílica, perdió la capacidad de abrirse a nuevos significados ni de resonar con nuevos sentidos aportados por el intercambio emocional. En la TC el paciente está preso de su propio mundo y no hay modo de sacarlo de él. La TC constituye un obstáculo usual en el tratamiento de los trastornos del carácter, no siempre afectados por locuras o trastornos psicóticos. Ellos forman parte de la cotidianeidad de cualquier consultorio y se instalan en un marco rígido que rodea y contamina toda la interacción. De alguna manera, la TC se vuelve un encuadre, un frame, un marco de referencia que plasma toda la transferencia, a pesar de los aparentes movimientos plásticos de la misma. El analista tiene muchas dificultades para alterar la rigidez de dicha TC, y finalmente esta queda en el rincón de los trastos, como algo que no sirve, pero que no se lo puede abandonar.

La narrativa cerrada de la TC ilustra una copia monótona de la misma y única escena, que marca a fuego la totalidad de su horizonte de experiencia. Los mecanismos narrativos de esa TC muestran una insistencia proyectiva y una incapacidad de percepción de nuevas u otras perspectivas. Los hechos de la experiencia son siempre los mismos o son vistos con el mismo cristal deformante. En esa deformación encontramos desde exageraciones y manierismos perceptivos hasta alucinaciones negativas y positivas que alteran la fisonomía de los hechos. Los procedimientos defensivos son más bien el efecto de una expectativa que espera ver sólo aquello que espera ver. El problema perceptivo depende de la ideación expectante. O bien, de la manera de comprender el input de la información que llega al sujeto. Podemos hablar de escisiones y de desmentidas, de alucinaciones y de ilusiones proyectivas. Todas ellas dependen de la ideación que las dirige o las fomenta, bajo el formato de una creencia o de una idea sobrevalorada. Al adentrarnos en las razones de esa creencia, encontramos la necesidad de sostener una concepción que sostenga versiones del sí mismo y del mundo ante quo. Sin las cuales, la persona parece haber perdido las referencias de su vida y las coordenadas de sus deseos. Esto es evidente en algunos duelos, cuando una persona clave en la vida de una persona desaparece, ella queda a merced de su propia perplejidad. ¿Qué se hace si ya no tengo que cumplir con el deseo de fulano?

La TC sostiene una manera de verse y de ver al mundo. Su fundamento depende del deseo de otra persona. Ese allegado es depositario del deseo del sujeto, se ha hecho cargo de su deseo y ha sostenido su falta o ha formateado su naturaleza. Eso resulta en un vínculo simbiótico y en una TC que inmoviliza la escena. Las razones de la TC no parecen estar en la represión ordinaria, que moldea el deseo sexual y edípico usual. Ella se sostiene en adhesiones institucionales, que ofrecen una afiliación proyectiva identificante y un uniformismo que alivia tanto la culpa por el derecho propio a desear como el temor a enfrentar un deseo y un mundo inciertos.  

La TP ilustra hechos similares a la reversión de la perspectiva, descripta por W. Bion. En ambas, la transformación en alucinosis es un recurso extremo para mantener el statu quo de las versiones del mundo del paciente. Esa clínica es un extremo. Sin embargo, puede servir de paradigma para evocar otras transformaciones proyectivas menos severas que figuran el mundo imaginario y semántico de muchos pacientes considerados neuróticos y que, en muchos casos, se infiltran en la cotidianeidad de un encuadre ordinario, como un aseguro de confianza y de previsión a futuro. Cuando esos encuadres se alteran por alguna razón, la emergencia de ansiedades catastróficas da la evidencia del grado de alteración de dicha depositación. La vida institucional de cualquier familia, de cualquier grupo o de cualquier colectivo ilustran la necesidad de rutinas y caminos trillados, que son similares en un todo a la TC y la TC habita en el zócalo de cualquier ideología por simple que esta sea.

La ruptura de la institución latente y el debut adolescente, como una posible de acceso a la naturaleza de TC

En trabajos anteriores desarrollé la idea de una interacción evolutiva entre las instituciones individuales y familiares que asisten a un joven con su necesidad de crecimiento y de apertura a un mundo nuevo, lo que llamé en su momento el debut adolescente. El debut adolescente es una vía de exploración de la TC, en tanto en él se dan las condiciones de ruptura institucional de aquellos cimientos caracterológicos heredados de la latencia. La observación de esos procesos nos indica que el debut es una ruptura de aquellas instituciones latentes que gobernaron la vida psíquica de un joven. Esa interacción circula según un argumento general, que ofrece dos tipos de respuesta. Uno superficial que gira alrededor de la rebeldía de alguien que se queja de ser dominado y exige su liberación. Esa lucha de poderes es ilusoria y su resultado es un círculo vicioso de mayor incremento de la dependencia institucional con la familia latente. Al contrario de su objetivo manifiesto, la rebeldía juvenil sólo logra una mayor dependencia proyectiva con el superyó y con los elementos críticos de la latencia.

El segundo argumento es una simple acción liberadora, en la que un joven deja de prestar atención a esa agencia latente y se comporta como si ella hubiera caducado. Se ha emancipado. Simplemente, abre una puerta de la prisión y comprueba que ya estaba abierta, y que sólo dependía de un acto de auto dominio. Ese acto es un traslado de la agencia crítica al propio sujeto y de la responsabilidad por la vida a su único y verdadero dueño. El sujeto se apropia de su destino y acepta ser tanto el agente como el objeto de su vida. Esta apropiación subjetiva del joven es la que merece ser llamada con propiedad el debut adolescente.

Ese traslado de la vivencia de identidad tiene un efecto que resulta un cambio catastrófico, es un verdadero momento de ruptura, en el que tanto la acción del superyoica como el horizonte del yo cambian dramáticamente. Y si bien se notan cambios defensivos, lo más importante, la clave del asunto, reside en el cambio de perspectiva que adopta el sujeto respecto de sí mismo y de su proyecto vital. El argumento explícito es un apetito de autonomía, que acepta caer en cierto disconfort a cambio de un mayor horizonte de posibilidades, o al menos, de un mayor horizonte de las propias posibilidades. El duelo que acompaña a esta decisión se toma con naturalidad y hasta con alegría y entusiasmo.

De este modo, el debut ilustra un aspecto de la TC como una patología de la libertad, sostenida en el peligroso confort de la dependencia a un establecido que promete seguridad, paz y certidumbre. Las creencias y los ritos que asisten a esa dependencia sólo forman parte de la decoración de una creencia servil, que arroja la propia libertad al servicio de un amo sobre natural, establecido o naturalizado, que se sirve de sus siervos para incrementar su poder. No entraré en las consecuencias de este pacto, pero se desprende que hay beneficios económicos, políticos y sociales que se sostienen sobre esa dependencia. Y que de hecho pueden promoverla, sobre valorarla y ejercerla directamente.

Aun con estas observaciones, sigue siendo difícil el abordaje de la TC pues el poder del confort y el temor a la pérdida del protector soberano son una clave desafiante para cualquier tratamiento analítico.

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A transferência como moldura. Algumas observações sobre a transferência cristalizada de caráter

Resumo: O impasse analítico pode ser devido à presença de uma transferência sobreposta e oculta, que aqui é definida como transferência cristalizada. Funciona como uma moldura encoberta e define o significado das trocas em uma psicanálise. Esta descoberta pode ser ampliada para outras áreas da vida pessoal, familiar e institucional. Neles, a TC gera uma ampla série de mitos, rituais e hábitos cuja aspiração é criar um habitat seguro, previsível e controlado. Estas instituições são soluções no campo da identidade pessoal ou social. Por isso, comportam-se num ambiente dividido e negado, fora da troca corrente. Contêm uma severa irracionalidade e uma dependência rígida e monótona de estabelecimentos consagrados, tidos como sagrados e imutáveis. A abordagem destas CT gera instabilidade em todo o sistema de identificação de um indivíduo e de um grupo ou comunidade, num clima de catástrofe iminente. A elaboração desta instabilidade faz da situação uma mudança instauradora de uma nova perspectiva vital, que na adolescência chamamos de estreia na adolescência. Nesta publicação as ideias sobre estreia podem ganhar uma certa expansão para outras crises da vida.

Descritores: Transferência, Impasse, Enquadramento.

The transference as a frame. Some observations about the crystallized transfer of character

Abstract: The analytical impasse may be due to the presence of an overlapping and hidden transference, which is defined here as crystallized transfer. It operates as a covert frame and defines the meaning of exchanges in a psychoanalysis. This discovery can be expanded to other areas of personal, family and institutional life. In them, CT generates a wide series of myths, rituals and habits whose aspiration is to create a safe, predictable and controlled habitat. These institutions are solutions in the field of a personal or social identity. For this reason, they behave in a divided and denied environment, outside of current exchange. They contain a severe irrationality and a rigid and monotonous dependence on consecrated establishments taken as sacred and unchangeable. Addressing these TCs generates instability in the entire identification system of an individual and a group or community, in a climate of imminent catastrophe. The elaboration of this instability turns the situation into an instituting change of a new vital perspective, which in adolescence we have called adolescent debut. In this publication the ideas about debut can gain a certain expansion to other life crises.

Descriptors: Transference, Frame, Impasse, Splitting.

Referencias

Bion, W. (1962). Learning from experience. London, Heinemann.
Bleger, J. (1978). Simbiosis y ambigüedad (4º ed.). Paidós. (Trabajo original publicado 1967)
Bleger, J. (2023). Psychoanalysis of the Psychoanalytic Frame Revisited. C. Moguillansky & H. Levine (eds.). Routledge.
Moguillansky, C. (2011). Observación del rol de la negación y la desmentida en el relato clínico. Controversias en psicoanálisis de niños y adolescentes, 8, 20-27.
__. (2024). Effects of the adolescent debut on the infantile Super Ego. The astonishing upheaval of adolescence in Psychoanalysis. S. Flechner (ed.). Routledge.