2022: Inconsciente, esencialmente humano - Vol XLIV nº 1

Margarita Martínez: Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, es docente e investigadora de la UBA y otras universidades nacionales. Su área de trabajo se centra en las nuevas tecnologías y sus efectos en nuestros modos de vida. Escribe en diferentes medios y es traductora del francés de ensayo y literatura para distintas editoriales como Caja Negra, Cuenco de Plata, Interzona y otras. Edita la revista Artefacto. Pensamientos sobre la técnica. Es autora de Sloterdijk y lo político (Buenos Aires, Prometeo, 2010), Trece llanos (Buenos Aires, Ubú, 2017) y La imprevisibilidad de la técnica (junto con Ingrid Sarchman, Rosario, UNR, 2020).

Cuando en 1997 en Basilea Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) leyó la primera versión de su luego célebre conferencia Reglas para un parque humano, daba —tal vez sin saberlo— un nuevo puntapié a una meditación sobre lo humano. Partía de una relectura de El político, de Platón, de La pregunta por la técnica, de Martin Heidegger, y avanzaba una nueva hipótesis respecto de las biotecnologías como el sucedáneo de la palabra humanista como modo de incubar hombres. La idea de “incubar hombres” refería al modo en que los humanos producen humanos en el sentido cultural y biológico del término. Es el punto de partida del concepto de “antropotécnicas”, que Sloterdijk formula en el surco de las discusiones y aportes mutuos entre los campos de la historia de las técnicas, las teorías de la evolución biológica del espécimen humano y las perspectivas antropológicas de cariz culturalista o filosófico.

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Si nos detenemos primero en la noción de antropotécnica es porque resulta fundamental para comprender su consideración del psicoanálisis, que aparece abordado de un modo ferozmente crítico en su primera obra de relevancia, Crítica de la razón cínica (1983), pero que luego reconsiderará a la luz de esta misma noción. ¿Sería el psicoanálisis una “antropotécnica”? El concepto, esbozado por primera vez en Reglas para un parque humano, tiene su desarrollo más acabado en el libro que Sloterdijk le consagrará cerca de diez años después: Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica (2009). Entre uno y otro texto media la trilogía Esferas (1998, 1999 y 2004 respectivamente), punto cúlmine de su análisis y proyecto en el cual, desde una perspectiva bachelardiana, el filósofo alemán despliega una suerte de ontología del espacio político humano.

En el arco que se extiende desde 1997 a 2009, entonces, Sloterdijk ofrece dos grandes definiciones de las antropotécnicas: por un lado, están las que se conciben como “mejora del mundo” (Weltverbesserung); por el otro, las que se definen como “mejora de uno mismo” (Selbstverbesserung), línea esta última que Sloterdijk anticipaba más incisivamente en textos breves como El hombre operable (2001) antes de en Has de cambiar tu vida. ¿Por qué serían necesarias antropotécnicas, es decir, modos de producir hombres de una cierta manera? El ser humano es para Sloterdijk el único ser viviente que se hace domesticar por sus moradas: como políticas de domesticación y selección de la cría humana, y porque todo gobierno se sostiene en un andamiaje hecho de aquello que cada sociedad considera trascendente, las antropotécnicas se entrelazan con la forma metafísica que organizaría el habitar político humano, la esfera. Toda metafísica se gesta como una tensión en el espacio de innegables consecuencias políticas, pues “ser-en-esferas constituye para el hombre la situación fundamental” (Sloterdijk, 2003, p. 51). De ahí en más, el humano procede incesantemente a su auto-incubación en términos de una política inmunológica: autoseleccionarse, proteger las fronteras, cuidar la buena atmósfera interior de agentes perturbadores, sostener la tensión en el espacio político interno y reforzar la comunidad, todo eso forma parte del trabajo de las antropotécnicas. También modelarse a uno mismo.

En su primera definición como “mejora del mundo”, las antropotécnicas engloban, además de las formas de selección y cría políticas, el conjunto de técnicas mediante las cuales los humanos intentaron defenderse de los azares; en el nivel de la estructura social, esto implica el desarrollo de la vida técnica. Se relacionan con “las prestaciones de los maestros, los inventores y de los empresarios que pueblan el campo social con los resultados de su actividad, resultados, por un lado, pedagógicos, y por otro, técnicos y económicos” (Sloterdijk, 2012, p. 474). La segunda acepción de antropotécnicas profundizada en Has de cambiar tu vida es la de “mejora de sí”. En un nivel individual, el ser humano supo también, a lo largo de la historia, proteger inmunitariamente su cuerpo y su vida de los azares que incluyen también los derivados de su vida social, es decir, los azares de la vida dentro de la burbuja inmunitaria que supone la comunidad. Esto se observa ya en las prácticas ascéticas antiguas y los modus vivendi que suponen el seguimiento de una serie de reglas estrictas para un virtuosismo moral. De eso se trata el imperativo “has de cambiar tu vida”: se debe llevar adelante una acción, vía una moral, para inmunizarse contra el infortunio humano. El ser humano es un ser expuesto a la intemperie que quizás no pueda, ni con toda su techné, ni con toda su sabiduría política, conjurar la adversidad —pero sí puede sobreponerse a ella mediante técnicas de la psyché, es decir, mediante psicotécnicas que le permitan ponerse en un plano superior—.

La principal pregunta, entonces, es si el psicoanálisis, tal como se presenta en la historia de las mentalidades occidental y europea de la última parte del siglo XIX y la primera parte del siglo XX, entra para Sloterdijk dentro del campo de esas técnicas de la psyché, de qué modo lo hace (si es una antropotécnica del tipo de las de “mejora de sí”, o no lo es) y si, en última instancia, es una práctica que puede perdurar incluso cuando las variables humanistas en las cuales el psicoanálisis se gesta entran en crisis por la crisis general de las formas subjetivas (en parte derivada de la técnica actual y de la relación entre humanos mediada por artefactos); en suma, si el psicoanálisis es un saber fechado, y de qué modo lo sería. Como cuestión derivada, se plantea cuál es la relación entre el tipo de humano producto de una comunidad atravesada por la práctica psicoanalítica y el colectivo social entero.

Para pensarlo hay que dirigirse al diagnóstico que Sloterdijk realiza del surgimiento del psicoanálisis, planteado de modo acerbo (como se mencionó) en Crítica de la razón cínica. Ese contexto era el de pleno auge del capitalismo decimonónico, con un mundo convertido en un invernadero de mercancías, con humanos que se autoproducían según los ideales de progreso y avance técnico y los discursos embriagadores provenientes del campo de la ciencia y de la educación, de la fisiología y del deber social. Sloterdijk rememoraba en Crítica de la razón cínica de qué modo el tono melancólico del siglo XIX se había dedicado a desterrar la mania (locura, furia) que atravesaba los inicios del lenguaje de la filosofía occidental y que todavía lo había marcado en la Edad Media y de qué modo la había truncado asignándola a lo patológico –sólo Nietzsche había recuperado el tono maníaco para entrar en la locura. El racionalismo había instaurado un conocimiento científico de determinado tipo que había restringido el concepto de “verdad”, a su vez limitado a un cúmulo de variables comprobables. Toda búsqueda de la verdad de otro tipo y de un orden superior se presentaba en el esquema moderno como “una enfermedad infantil” (Sloterdijk, 2001, p. 170). De esa manera, el siglo XIX, apoteosis del ideario moderno, había dado golpes certeros a las antiguas metafísicas escudado tras la verdad de la razón.

Pero el gran gesto antimetafísico por excelencia del siglo XIX había sido el de Sigmund Freud, que hace estallar a ese sujeto moderno monádico en su voluntad de aceptar y obedecer. El análisis freudiano supone “que el dogma metafísico de la unidad de la persona en su Yo ha saltado por los aires; cómo ha sucedido esto no lo sometemos a debate” (Sloterdijk, 2003a, p. 531). Aunque —dirá Sloterdijk— Freud, “anticipa esta voladura, [pero] no la realiza. Tal es su situación dentro de la historia del espíritu” (ibidem). Freud consuma un desplazamiento hacia el individuo sin aparente vuelta atrás —aun si para hacerlo saltar como unidad monádica—; gesta las condiciones del reemplazo de la búsqueda de un centro exógeno por el centro subterráneo de la propia psiquis. Lo que le inquieta a Sloterdijk en este primer acercamiento es que el proceso habría impactado directamente en la noción de comunidad, que comienza a dejar de referir a colectivos de hombres obligados por algo hacia otra cosa (un eje de verdad fuera de sí, sea el amor a un espíritu nacional, una lengua, una religión o un cúmulo de textos de referencia) para pasar a representar algo que está más allá (pero por inalcanzable), o detrás, de cada una de esas mónadas ahora anhelantes de llegar al centro de su propia tierra y descubrir sus propios tesoros —y muertos— enterrados.

Lo que el psicoanálisis consuma según esta mirada, en pocas palabras, es un desplazamiento del centro gravitatorio del interés del individuo hacia sí mismo. Justificado o no, este desplazamiento se valía de condiciones contextuales como la absoluta subordinación de ese mismo individuo al dictum social y a los deberes impuestos por el deber de la ideología del progreso. Ahora bien, en un primer momento, por filiarse en la ciencia, este nuevo saber de la psiquis se propuso como un tipo de sucedáneo de las lenguas metafísicas en crisis —las de lo político, las de lo sagrado, las de lo científico—. Era un saber con un nuevo objeto y que (junto con la psicología, en sentido amplio) parecía destinado a acaparar pulsiones de trascendencia individuales. Hay que reiterarlo: las lenguas metafísicas, las que daban sentido al mundo trascendiendo cada una de las biografías singulares, ya estaban en crisis a fines del siglo XIX. No por oponerse, pero sí por suspender el alcance metafísico de sus indagaciones, y sobre todo por llevar al individuo a aquello que la modernidad se había obstinado en negar (la animalidad o bien la sexualidad), psicología y psicoanálisis, mientras evaluaban su capacidad de explicar el mundo además de al individuo, se presentaron como una suerte de “demonología burguesa”, o de “exorcismo de uno mismo” (Sloterdijk, 2006, p. 55).

No obstante, así como para Sloterdijk es clave que las lenguas metafísicas hubieran entrado en crisis (y que por ende las antropotécnicas de mejora del mundo se hubiesen transformado en una suerte de incubadora de individuos productores y consumidores en un invernadero de mercancías), también es clave otro aspecto para que el psicoanálisis haya impactado como lo hizo: el gran impulso que tuvieron las ciencias y las técnicas desde fines del siglo XVIII en adelante, y su correlativa invención de nuevos artefactos, inmediatamente diseminados en los hogares burgueses.

No la psicología sino sobre todo el psicoanálisis se vuelve desde esta óptica dependiente de un determinado estadio técnico que implica la aparición de espejos a profusión en los hogares burgueses del siglo XIX, y de un teatro del mundo social en donde la apariencia y la esencia se pueden oponer, como en El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde (1890).

Y fue solamente en el seno de una población que se definía, para todas sus clases, como una población de detentadores de espejos, donde Freud y sus sucesores pudieron popularizar su seudoevidencia acerca de lo que se ha denominado el narcisismo, y acerca de un autoerotismo primario del ser humano, que se supone que se transmite de forma óptica. El teorema trágicamente híbrido de Lacan acerca del estadio del espejo como formador de la función del Yo tampoco puede superar su dependencia respecto del equipamiento cosmético o geotécnico del hogar del siglo XIX, para la gran pena de aquellos que se han dejado enceguecer por este milagro psicológico. (Sloterdijk, 2003b, p. 217)

La ruptura antimetafísica cristalizada por Freud estaba siendo históricamente oportuna por varias razones. En lo concerniente a la historia de las técnicas, el espejo (como objeto técnico) es para Sloterdijk sumamente relevante. La historia de la imagen en los espejos, de la autoconsideración del propio reflejo, se convierte en correlativa de una historia del ser humano que debe y quiere estar solo, y esto ocurre no casualmente en el mismo momento en que el individuo moderno descubre las ventajas de “estar a solas consigo mismo” en el seno de las grandes ciudades. Es el momento de encarnación de la noción de anonimato. Además, esta ruptura antimetafísica colabora con la constitución de una sociedad “poblada de individuos cuya mayor parte viven en la ficción real dominante: el fantasma de una esfera íntima que sólo contiene a un único habitante, ese individuo mismo” (Sloterdijk, 2003b, p. 225). De hecho, el lugar del psicoanálisis para Sloterdijk no quedaría restringido tampoco a una demonología burguesa, aun si así lo sugiere, o a una exploración de los subsuelos para individuos desorientados y con una idea de comunidad quebrada. El psicoanálisis se habría autopropuesto como una antropotécnica de “mejora de sí”.

Esa mejora de sí, como exorcismo exitoso, haría al individuo mejor “para sí” y, por ende, “para los demás”. Ahora bien, otras antropotécnicas, para lograr volver a los individuos hacia sí mismos, precisaban subordinarlos a una instancia que estuviera fuera de sí mismos para operar los cambios; no así el psicoanálisis, que invierte el esquema de las antiguas técnicas de la psyché poniendo en jaque la verdadera dinámica de las técnicas del alma. La relación dual entre paciente y analista queda emparentada con el sentido medieval de “encomendar el alma a”, en el marco de cierta transacción de las prestaciones profesionales que se vuelve, en el propio discurso psicoanalítico, sustancial. Esta (re)instauración de una tutela sobre el espíritu, no obstante, no tiene alcance metafísico para Sloterdijk al prescindir de un sentido de trascendencia, ecumenismo y extensibilidad. Respecto de “encomendar el alma”, no es que Sloterdijk sugiera que hay continuidad entre la confesión religiosa y la sesión analítica, aun si el hecho nodal fuera el “ser tomado a cargo”. No podría haberla desde el momento en que, históricamente, entre ambas se han deslizado otros acontecimientos que Sloterdijk también considera determinantes y que (una vez más) corresponden a la historia de la técnica y las máquinas, algo que va por fuera de la aparición del espejo en los hogares pero que involucra a la historia de los cuerpos y los artefactos.
Como eco de una antigua conversio,

…la máxima freudiana de ‘debe hacerse el yo donde estaba el ello’ revela, de lejos, su pertenencia a las prácticas metanoéticas, en las que el cambio de los hábitos de la vida viene acompañado por un cambio del sujeto, es decir, por una reasignación de la figura-guía a un nuevo Gran-Otro. (Sloterdijk, 2012, p. 393)

Pero en lo que concierne a la historia de las máquinas, la plausibilidad del modelo de autorreflexión moderna no puede prescindir de la tradición dualista sobre el cuerpo según la cual cada individuo es incitado a pensarse como un compuesto de una parte material y una parte espiritual, llámesela psyché en la antigüedad, alma en la Edad Media, espíritu, conciencia o psiquis en la modernidad. Esto ya se expresaba en la relación de emulación con la máquina bajo la figura del androide y que se perpetuaba en el miedo al cadáver: “no es casual que el sonambulismo —junto con el miedo a ser enterrado vivo— haya sido el síntoma patológico fundamental del siglo XIX” (Sloterdijk, 2012, p. 456); “el psicoanálisis de principios del siglo XX (una máscara, adecuada a la época, de la vida en medio de un mundo donde incluso el luto es descrito como una forma de trabajo) intenta aún reproducir el intercambio entre esas dos instancias en la relación interna entre el ello y el yo” (ibidem). En la mirada de Sloterdijk el psicoanálisis, además de humanista en la medida en que toma al individuo a cargo a través de la palabra, que opera en base a principios semiológicos de indagación de una verdad, es coyuntural en una historia de las técnicas aun si pretendiera extraer alguna mecánica de pretensión universalizable, cosa para él discutible. Así, la conciencia extendida de la existencia de la máquina hizo que el psicoanálisis fuera plausible en las culturas occidentales con una fuerte conciencia de la técnica y no plausible en culturas como las orientales “sin polarizaciones dignas de mención entre el ello y el yo y sin una tradición propia en la construcción de máquinas” (Sloterdijk, 2012, 457).

En lo que respecta al inconsciente, dirá en Crítica de la razón cínica, cuando el psicoanálisis lo comenzó a indagar, se volvió hacia el campo secreto por excelencia de la sociedad burguesa: “se tomó en serio la autoexperiencia y la autosospecha que tiene el burgués de ser un animal. Intentó incluso neutralizar el ámbito sexual-animal y hacerlo regresar a la esfera de las cosas no secretas” (Sloterdijk, 2003a, p. 390), errando al confundir lo secreto con lo inconsciente (Sloterdijk, 2003a, p. 389) y permitiendo que la sospecha burguesa de que el humano se relaciona más que lo que quisiera con lo animal se constituya en una certeza sobre la cual trabajar. La sombra animal desterrada por el proceso de civilización, en palabras de Norbert Elias (El proceso de la civilización, 1939), devolvía una sombra animal cada vez mayor, cada vez más amenazante, y eso explicaría también que la demonología burguesa se convierta en una demonología del inconsciente sexual; en el medio, se abre la voladura del yo.

La posterior radicalización de este contexto de simbiosis con la máquina, la intensificación del malestar social a lo largo del siglo XX por el empeoramiento de las condiciones de vida en las sociedades capitalistas y el desánimo derivado de las crisis políticas mundiales habilitaron ya desembozadamente, a partir de mediados del siglo, la penetración masiva de la práctica de la psicología y el psicoanálisis. El efecto directo fue internar a las capas medias acomodadas de un mundo globalizado en las arenas de un mundo interior cada vez más enrarecidamente vinculado con lo que, a priori, podríamos llamar experiencia real; para decirlo de otro modo, retomando una metáfora náutica cara a Sloterdijk desde En el mismo barco (1993), lo real y la experiencia real serán, para ese modelado subjetivo, el buceo incesante en la propia psiquis. Respecto del psicoanálisis como antropotécnica de mejora de uno mismo, es falible para Sloterdijk como terapéutica que toma a cargo la estructura que se escapa al dominio del sujeto de la razón, que siempre tuvo lugar en la mania, bajo la forma de fuerzas que “invadían” al sujeto —tal el “estar habitado” por esas fuerzas ciertamente externas, pero no por eso menos determinantes de la propia conducta—. Pero esas fuerzas, que eran vistas como incauzables, o al menos se derivaban de la historia religiosa de una comunidad, se modelan ahora como fuerzas que plenamente individuales, así como las amenazas son plenamente individuales. “El romántico Eichendorff —continúa Sloterdijk— ha expresado más claramente que el científico neorromántico Sigmund Freud lo que en esencia puede ser el inconsciente. ‘Pero guárdate tú de despertar en tu pecho el animal salvaje, no vaya a ser que salte repentinamente y te destroce a ti mismo’ (Castillo Dürande)” (Sloterdijk, 2003a, p. 394). Porque lo que ocurre es que, como antropotécnica, el psicoanálisis también se define en un lugar muy particular dentro de las historias del saber.

Conviene volver entonces al lugar que Sloterdijk asigna a Sigmund Freud, en sus palabras un hombre muy astuto. Consumó una operación única cuando, en su lista de las tres vejaciones que habría sufrido la humanidad a lo largo de su historia espiritual, colocó a su teoría en el último lugar. La vejación psicoanalítica supone posicionar al mismo Freud (un autoposicionamiento, entonces) en la cadena constituida por Copérnico y Darwin, idea que Sloterdijk desarrolla en La vejación a través de la máquina (2001); al hacerse enunciador de la vejación, se ahorró el penoso lugar pasivo que se reserva para aquel que recibe la información de una verdad “descubierta” por otro y que le revela una desventaja de posición. En Una dificultad del psicoanálisis, dirá Sloterdijk, Freud “inventaba un modelo de desventaja del ego humano que crecía a medida que avanzaba el progreso, una suerte de teoría de las tres edades del progreso vejatorio” (Sloterdijk, 2001, p. 230). El psicoanálisis es humanista, y la lectura freudiana no podía menos que suponer una desventaja y un ego alicaído detrás de cada vejación, pues las tres, sucesivamente, desplazan el proceso vejatorio a instancias cada vez más íntimas. Al mismo tiempo, la posición de saber que implica la denuncia de la vejación salva a ese ego particular del proceso global de desengaño. Esta es la operatoria del hombre que se ilustra frente al resto de los hombres: pero

con semejante presentación, la Aufklärung se revelaría como un juego cruel. En la medida en que se debe prolongar como historia de la vejación, constituiría la tentativa de inocular el retrovirus del saber en los sistemas inmunitarios narcisistas de una humanidad todavía al abrigo de sus ilusiones a fin de que las deconstruya desde el interior. El Aufklärer es el amigo que no ha salvado mi ilusión. (Sloterdijk, 2001, 241)

No sin admiración, Sloterdijk reconoce en Sigmund Freud a un Aufklärer por excelencia, y no necesariamente a alguien que va en el sentido moderno de construcción de un saber, humanista por cierto. Al revelarle al individuo su debilidad porque ya no es el amo en su propia casa mental, al convertirlo para sí mismo en un misterio a desentrañar, lo postula como el “eternamente ilustrable” (para sí mismo), alguien con una fundamental incompletud, así como el mundo de la máquina lo determinaba como alguien permanentemente necesitado de prótesis (de máquinas) para llevar adelante sus anhelos. A la vez, en términos de la historia macro de los saberes, Freud se postulaba a sí mismo como aquel privilegiado que había descubierto dicha desventaja, lo cual lo inmunizaba contra la propia posición de debilidad del contenido de su revelación. El buceo en la propia psiquis exitoso como antropotécnica de sí sólo podía ser efectivo en sus últimas consecuencias siendo un único individuo, y ese individuo se llamaba Sigmund Freud.

Pero la evolución de la práctica siguió siendo dependiente del contexto, y algo después de este brutal descentramiento, hacia mediados del siglo XX, el humanismo fue desbancado. Lo fue con el horror de los campos concentracionarios, que revelaron que la sociedad humanista podía gestar condiciones de inhumanidad desconocidas hasta entonces. Casi simultáneamente, aparecen la cibernética y la teoría de la información. La vejación freudiana no tuvo tiempo de instalarse cuando llegaba la siguiente vejación, que se daría a través de las máquinas. Frente a esta nueva vejación, todo ese “irracionalismo” y de “programación inconsciente” que nos volvían los más lejanos de nosotros mismos mientras nuestra conciencia nos engañaba con un cúmulo de justificaciones y falsas razones, han perdido para Sloterdijk su espesor. No porque los individuos estén menos desguarecidos ante los cismas psíquicos por valerse de múltiples muletas maquínicas sino porque el mismo tenor del mundo parece modificado, y con las realidades ante las cuales empezaron a enfrentarnos las máquinas tambalearon todos los principios organizativos de lo real. Mientras, constatamos que las terapéuticas del alma gozan de mejor salud que nunca por una sensación de inclemencia del afuera, y de inutilidad, sobre todo, de un afuera colectivo. Ya no se trata de exorcizar los propios demonios sino de sobrevivir en un cierto estado de equilibrio.

Recapitulando este proceso desde las antropotécnicas como “mejora de sí”, lo que inquieta profundamente a Sloterdijk del psicoanálisis es lo que va a considerar la prescindencia del “otro real” —no importa que ese “otro” esté supuesto como figura, como historia—; en el campo de la historia de las mentalidades, todo el final del siglo XIX, y el psicoanálisis ayuda a este proceso, alcanza “un estado en el cual los individuos se considerarán de una vez por todas a ellos mismos como Primero Sustancial, y a sus relaciones con el resto como el ‘Segundo Accidental’, consumando el pasaje del ‘conócete a ti mismo’ al ‘contémplate tú mismo’” (Sloterdijk, 2003b, p. 221). El resultado de este proceso en el dominio de lo psíquico tiene como correlato la proliferación de mónadas, la ruptura de toda comunidad, en una sociedad moderna caracterizada por componerse de individuos que, en su mayor parte, “viven en la ficción real dominante: el fantasma de una esfera íntima que sólo contiene a un único habitante, ese individuo mismo” (Sloterdijk, 2003b, p. 225).

Para esta historia, iniciada con el desarrollo de capas burguesas que fijaban el autorreconocimiento en el hecho de verse (en el teatro, en el café, en el boulevard) y que desarrollaron luego un autoerotismo primario transmitido en forma óptica (que es lo que luego hace posible el psicoanálisis como indagación profunda de un yo con cierta dosis de erotismo), se inaugura un nuevo hito. Es la posibilidad de entrar en relación con el otro (y con uno mismo) no ya solo a través de la palabra sino sobre todo a través de la imagen y en un nuevo tipo de espejo no previsto: el black mirror que es la pantalla de cada uno de nuestros dispositivos. Todavía era “moderno”, considerado desde una sensibilidad benjaminiana, el individualismo que volvía a los individuos hacedores de su autodescripción, buceadores de sus discursos, enderezadores a partir de la palabra. La simbiosis con la máquina, la externalización de la psyché de nuevo cuño, engarza mejor con el principio de vivir experiencias límite. El ensayo de esta forma de vida también comienza en el siglo XIX, de la mano del artista, pero también de la mano del revolucionario, para extenderse, como ambición, a todos los habitantes de las ciudades occidentales enfrentados al vértigo y el anonimato.

La autoexperimentación representaría la posibilidad de volver a la carnadura de la existencia para paliar aquel hambre de signos existenciales que trauma a los hombres modernos. Se trata de vivir una experiencia intensa de uno mismo para construir, a nivel macroscópico, una civilización de lo vivido que, en su evolución, termina intercambiando experiencias bajo la forma de imágenes en una sociedad espectacular radicada en la trama de las nuevas tecnologías. No es por azar entonces que, prorrogando aquella operatoria que el siglo XIX inauguraba como “sociedad de espejos”, la autocomprensión psíquica del ser humana se haya prorrogado en nuevos espejos, el dispositivo mismo, o bien la duplicación (perpetuación) de uno mismo en perfiles variables que permiten también experimentar otras personalidades. La estructura especular se vuelve correlativa de una fase psíquica en que el hombre quiere y debe estar solo, como se decía previamente, pero ahora constituyendo él mismo (o su imagen) en otro rol en la esfera bipolar primigenia que para Sloterdijk define una textura del espacio político.

Las nuevas condiciones de gestación de lo humano por lo humano dependen de nuevas condiciones: el avance de prótesis subjetivas, la prolongación de estas subjetividades en superficies blandas, lumínicas y transferibles. Se verá, sugiere Sloterdijk, si la psicología como ciencia de la psyché, eventualmente el psicoanálisis, puede tomar a cargo, después de haber asumido lo infantil y lo animal, el descentramiento subjetivo radical que suponen las nuevas formas técnicas, que atentan contra el corazón de toda metafísica vigente hasta ahora: las de los pares dicotómicos que organizaban el mundo en categorías polares (verdadero/falso, activo/pasivo/ amo/esclavo, vivo/muerto, hombre/mujer y tantas otras), todas ellas descentradas por las nuevas formas técnicas que han introducido terceros estados. Quizás esta sea su oportunidad de una reformulación que supere otro de los síntomas de época que Sloterdijk detecta con ojo clínico: la aparición de una cierta literatura psicológica lindante con la autoayuda cada vez más alejada de lo que Sigmund Freud soñó como una ciencia del alma de los individuos.

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Resumen: Este artículo aborda las líneas principales según las cuales el filósofo alemán Peter Sloterdijk presentó el psicoanálisis de forma crítica dentro de una larga historia de las mentalidades desde su primera obra de relevancia, Crítica de la razón cínica, pasando por su monumental trilogía Esferas hasta algunas consideraciones más recientes. Se evalúa hasta qué punto el psicoanálisis puede ser considerado una “antropotécnica” y cuál es su rol y vigencia dentro de la cultura contemporánea.

Peter Sloterdijk e a sua consideração da psicanálise na história das mentalidades

Resumo: Este artigo discute as linhas principais pelas quais o filósofo alemão Peter Sloterdijk apresentou a psicanálise de forma crítica dentro de uma longa história de mentalidades, desde a sua primeira grande obra, Critique of Cynical Reason, através da sua trilogia monumental Spheres, até aos seus escritos mais recentes. Avalia até que ponto a psicanálise pode ser considerada uma «antropotécnica» e qual é o seu papel e relevância na cultura contemporânea.

Peter Sloterdijk and his consideration of psychoanalysis in the history of mentalities

Abstract: This article discusses the main lines along which the German philosopher Peter Sloterdijk presented psychoanalysis critically within a long history of mentalities from his first major work, Critique of Cynical Reason, through his monumental Spheres trilogy to his most recent writings. It evaluates to what extent psychoanalysis can be considered an «anthropotechnique» and what is its role and relevance within contemporary culture.

Referencias

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—(2001b). Extrañamiento del mundo. Valencia, Pre-textos. Traducción de Eduardo Gil Bera. [Weltfremdheit, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1993.] . (2000). Reglas para un parque humano, Revista Pensamiento de los Confines nº 8. Buenos Aires. Traducción de Marcelo Burello. [Regeln für den Menschenpark. Ein Antwortschreiben zu Heideggers Brief über den Humanismus, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1999.]