2022: Inconsciente, esencialmente humano - Vol XLIV nº 1

Franco Berardi (Bifo): (Bolonia, 1949). Escritor, filósofo, activista. Figura destacada del movimiento de la autonomía obrera italiana. Fundador de la revista A/traverso y promotor de Radio Alice. Tras la represión al movimiento de 1977, se refugió en París, donde conoció a Félix Guattari. Vivió en Nueva York y San Francisco. En 2002 fundó TV Orfeo, la primera televisión comunitaria italiana. Algunos de sus libros publicados en castellano: La fábrica de la infelicidad (Traficantes de sueños, 2003), Telestreet (Viejo Topo, 2004), Generación post alfa (Tinta Limón, 2007), El sabio, el mercader y el guerrero (Acuarela, 2007), Félix (Cactus, 2013), La sublevación (Hekht, 2014), El Tercer inconsciente: la psicoesfera en la época viral (Caja Negra).

Antes de que Freud hiciera del concepto de inconsciente el pilar central del psicoanálisis, la palabra había sido usada por Friedrich Schelling, el filósofo alemán que concibió la relación entre la historia y lo absoluto en términos no de la razón, sino de la sensibilidad.

Escribe Schelling: “Lo absoluto, con motivo de la conciencia, […] se divide en lo consciente y lo no consciente, lo libre y lo intuyente”.1

Schelling contrasta lo consciente y lo inconsciente en términos de una oposición entre conciencia libre e intuición pasiva, que es una suerte de interpretación sensible del flujo magmático de la realidad circundante.

Freud funda su concepción del inconsciente en un contexto diferente: la actividad de la mente más allá de su reducción neurológica. Partiendo de la investigación contemporánea sobre trastornos neurológicos que causaban comportamientos neuróticos, como los estudios sobre la histeria de Jean-Martin Charcot, Freud se propuso desentrelazar el análisis del padecimiento psíquico del dominio exclusivo de la neurología, centrándose en la polaridad entre sexualidad y lenguaje.

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* Capítulo 7 del libro El Tercer inconsciente: la psicoesfera en la época viral (2022). Traducción de Tadeo Lima. Agradecemos la autorización cedida por Caja Negra Editora.
1 Friedrich W.J. Schelling, Sistema del idealismo trascendental, Barcelona, Anthropos, 2005, p. 401.

Para superar la reducción neurológica de la actividad mental y sus manifestaciones patológicas, Freud distinguió la actividad consciente de la mente (o yo) del inconsciente, que se refiere a una dinámica que precede a la enunciación consciente e interfiere constantemente con ella.

Freud distingue además el ello (Es, en alemán), que se basa en instintos y pulsiones naturales, y el superyó, el cual puede ser visto como una internalización de las presiones morales y sociales que tienen origen en la cultura y el medio circundante.

Esta dinámica no es gobernada de manera consciente por el individuo, a pesar de que ejerce una profunda influencia sobre la esfera discursiva. La tarea principal del psicoanálisis, al menos según Freud, es la interpretación del texto oculto del inconsciente, que se expresa en formas metafóricas a través de asociaciones mentales involuntarias, ocultamientos y disrupciones.

Esta labor de interpretación tiene como fin permitir el afloramiento de esos contenidos mentales que han sido ocultados a la mente consciente y transformados enigmáticamente por un acto de Verdrängung (término que ha sido erróneamente traducido como “represión”, y que sería más adecuado traducir como “negación” o “rechazo”).

En un esfuerzo por posibilitar la coherencia de un yo consciente, la Verdrängung actúa sobre contenidos de la experiencia vivida impidiéndoles el acceso a la conciencia. Actúa sobre aquellos contenidos de la experiencia y la memoria que podrían resultar peligrosos para la integridad psicológica del yo.

En El malestar en la cultura, Freud considera la Verdrängung como un rasgo constitutivo e inquebrantable de las relaciones sociales:

En este punto debería imponérsenos […] la semejanza del proceso de cultura con el del desarrollo libidinal del individuo. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales). […] No puede soslayarse la medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa?) de poderosas pulsiones. Esta “denegación cultural” gobierna el vasto ámbito de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se ven precisadas a luchar todas las culturas.2

2 Sigmund Freud, El malestar en la cultura, en Obras completas, volumen XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 95 y 96.

Inconsciente Colectivo

En el contexto actual de mutación viral, me interesa volver sobre el concepto de inconsciente por razones que no tienen que ver estrictamente con el psicoanálisis. Voy a hacer foco en el proceso de significación, y dentro de él en la facultad de la imaginación, como una manera de esclarecer el giro antropológico que está provocando la pandemia.

La significación involucra varios niveles de elaboración mental.

En el nivel cognitivo, la significación se basa en la acción de estructuras de la percepción y del lenguaje que están inscriptas en la mente natural, pero también en la evolución del entorno técnico y relacional.

Automatismos cognitivos básicos y estructuras mentales profundas programadas en el cerebro nos ayudan a interactuar con el entorno. Pero estas estructuras no son formas naturales inmutables, sino que evolucionan en la relación entre mente y entorno.

El inconsciente, como proclamaron Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo, lejos de ser un depósito de los contenidos negados de la experiencia, es una fuerza productiva, que emana activamente flujos de dinámica y deseo. La potencia creativa del inconsciente consiste, de hecho, en su capacidad para remoldear continuamente las estructuras internas de la mente.

La idea crucial de El Anti-Edipo es que el inconsciente no es un teatro, sino una fábrica.

El inconsciente es un factor dinámico del comportamiento consciente, no un receptáculo de materiales mentales rechazados por la conciencia: perturba, trastoca y remoldea la dimensión consciente, lo que hace posible que emerjan nuevas configuraciones de un fondo magmático inconsciente.

Para Ignacio Matte Blanco, el inconsciente es una dimensión no numerable, resistente al orden de la racionalidad: “El inconsciente trata con conjuntos infinitos que no tienen solo el poder de lo numerable, sino también el de lo continuo”.3

El concepto de lo continuo adquiere aquí su relevancia por oposición al de lo discreto: el discurso racional se basa en la combinación de unidades discretas, mientras que el inconsciente actúa como un continuo magmático.

Pero mi interés por el concepto de inconsciente, como dije, no es estrictamente psicoanalítico. Lo que quiero entender es la dimensión social de la mente, eso que he denominado la psicoesfera (la esfera en que circulan los flujos de lo imaginario, entretejiéndose para moldear la imaginación).

¿Cabe hablar de un inconsciente colectivo?

Desde un punto de vista estrictamente psicoanalítico, el inconsciente es individual, pero en un marco antropológico más amplio podemos afirmar que el funcionamiento individual del inconsciente se alimenta de y es transformado por flujos que proceden de la psicoesfera, que es una dimensión colectiva.

La psicoesfera no es el agregado de flujos individuales, sino el espacio en el que circula la información (infoesfera) en la forma neurofísica de estimulación nerviosa.

Como es sabido, el concepto de inconsciente colectivo fue propuesto por primera vez por Carl Gustav Jung, quien escribió en 1943:

En tanto que, a través de nuestro inconsciente, participamos de una psique colectiva histórica, vivimos de manera naturalmente inconsciente en un mundo de licántropos, demonios, magos, etc.; pues estas cosas han colmado con los más poderosos afectos los tiempos que nos preceden.4

3 Ignacio Matte Blanco, The Unconscious as Infinite Sets. An Essay in Bi-logic, Londres, Duckworth, 1975, p. 17.
4 Carl Gustav Jung, Lo inconsciente, Buenos Aires, Losada, 2016.

En la estela de la ilustración moderna, el racionalismo científico ha tomado el lugar del pensamiento mitológico. Sin embargo, el legado del pasado no ha desaparecido: permanece en el depósito común del inconsciente colectivo.

Por eso, para Jung, el inconsciente colectivo puede ser definido como “un sedimento de la experiencia que al mismo tiempo es su a priori, […] una imagen del mundo formada desde eones”.5

Pero no es aquí donde quiero detenerme: no me interesan los rastros de la simbolización pasada, sino la dinámica presente de la transformación de la mente en su relación con el entorno. No me interesa el legado del simbolismo mitológico y su sedimentación en el inconsciente colectivo, sino la dinámica actual de la mente social: sus premoniciones y predisposiciones, su patología y su curso.

Quiero trazar un mapa del devenir de la psicoesfera y la emergencia de nuevas configuraciones mentales a partir de esta evolución. Desde el umbral en el que estamos parados actualmente, no vemos un hilo lineal y determinista del devenir, sino un amplio rango de devenires posibles. No una patología emergente, sino una gama de perturbaciones, entrelazamientos y superposiciones que puede abrir brechas impredecibles.

Al otro lado del umbral pandémico, no debemos esperar transformaciones unilaterales en la mente social y en las modalidades profundas de elaboración cognitiva. Lo que podemos hacer hoy, en plena propagación de la pandemia, es hacer un mapa de la mutación, describir la fenomenología del trauma que está ocurriendo, para esbozar los posibles resultados (divergentes y conflictivos) en términos tanto de psicopatología como de remoldeamiento mental y surgimiento de nuevos paisajes psicológicos.

5 Ibíd., p. 107.

Lo Unheimlich en todas partes

En Lo ominoso (1919), Freud define la experiencia psicológica de algo que al mismo tiempo resulta familiar y está extrañamente fuera de lugar: cuando un objeto o evento familiar aparece en un contexto desconcertante, inquietante o tabú, experimentamos un asombro ambiguo que nos perturba e incluso a veces nos aterra. Desconocido, siniestro, inquietante son definiciones posibles de este descompaginamiento de la experiencia diaria y del ambiente común.

Para explicar el concepto de lo unheimlich [ominoso], Freud recurre a las obras literarias de E.T.A. Hoffmann: detalles extraños en contextos familiares, o la súbita aparición de algo que conocemos íntimamente en un contexto de caos atroz.

Por otra parte, según Freud, los efectos inquietantes a menudo resultan de instancias de repetición de una misma cosa, lo que vincula el concepto de lo ominoso al de la repetición compulsiva. El sentimiento de lo ominoso puede ser visto como la irrupción súbita e incongruente de lo inconsciente en el ambiente familiar en que vivimos.

Diría que durante la pandemia lo unheimlich ha escapado de los márgenes e invadido la totalidad del paisaje de la vida: precauciones, distanciamiento, mascarillas sanitarias, todos los aspectos de la interacción social son redefinidos en su proxemia, y permanentemente estamos insertando detalles extraños en nuestras rutinas cotidianas.

Vastos sectores de la población —todos aquellos que no interrumpieron del todo sus interacciones sociales— son sometidos a una constante termometrización de cada actividad diaria. Fiebre, tos y congestión son posibles síntomas de una transformación del estatus social: el enfermo no solo es marginalizado de la actividad social, sino que debe también ser aislado para cortar la cadena de contagios. Buscar atención médica implica autodelatarse.

La propagación de lo unheimlich a la totalidad de la vida decanta en una forma de extrañamiento del entorno viviente, una suerte de recombinación del espacio simbólico.

Claramente, el colapso pandémico tuvo y tiene el efecto de un trauma: un trauma de baja intensidad y larga duración, un trauma en cámara lenta que se prolonga por un lapso de tiempo cuya duración por el momento no podemos predecir.

Desde un punto de vista cognitivo, el trauma puede ser visto como descompaginación de la cadena cognitiva, como una desintegración de los automatismos nerviosos que normalmente regulan las cadenas de percepción-reacción.

El estallido de coronavirus debe ser analizado en diferentes niveles. Inicialmente es una crisis biológica y médica cuya peligrosidad (letalidad, secuelas físicas y neurológicas) puede ser valorada de diferentes maneras: de extremadamente alta a leve.

Algunos comentaristas consideran que la peligrosidad del coronavirus ha sido exagerada, ya que, excepto entre las personas de edad más avanzada o con patologías preexistentes, la letalidad es baja.

Pero no estoy hablando aquí de la letalidad física del virus. Sostengo que el efecto social del biovirus no se limita al nivel fisiológico.

En unos pocos meses de pandemia, el virus había infectado la infoesfera y saturado la conversación diaria, los medios electrónicos y las redes sociales, generando miedo, pánico y depresión, y finalmente se convirtió en un psicovirus.

Los efectos catastróficos del ciclo viral ya son visibles en la esfera económica, donde provocó un desempleo masivo y un dramático derrumbe de la demanda con consecuencias depresivas de largo plazo.

Desde el comienzo del brote y los consiguientes confinamientos, un sinnúmero de psicólogos de todas partes del mundo señalaron el aumento de crisis de pánico, cuadros depresivos y suicidios. La depresión se propagó tanto entre los jóvenes, privados de intercambios afectivos, como entre los ancianos, a los que el contagio expone a la hospitalización y posiblemente a una muerte en aislamiento. Pero debemos intentar prefigurar la(s) evolución(es) posible(s) de la psicoesfera y los paisajes psicológicos que se ciernen sobre el inconsciente colectivo. Cómo se adaptará la mente humana al apocalipsis pandémico dista mucho de estar claro, pero podemos imaginar que el trauma va a acarrear una mutación psicológica e incluso cognitiva. ¿Seremos capaces de elaborar de manera consciente esta mutación? ¿O nos veremos abrumados y completamente desarmados?

El giro psicótico de la Psicoesfera en las postrimerías del siglo xx

El régimen psicopatológico descrito por Freud estaba centrado en la neurosis, que se presenta como “el desenlace de una lucha entre el interés de la autoconservación y las demandas de la libido: una lucha en la que el yo había triunfado, mas al precio de graves sufrimientos y renuncias”.6

En El malestar en la cultura, Freud afirma que la civilización moderna se basa en la necesaria remoción (negación o desplazamiento) de la libido individual y en la organización sublimante de la libido colectiva. El malestar es insuperable dentro del marco de la civilización, y el objetivo de la terapia psicoanalítica es curar, a través del lenguaje y la anamnesis, las neurosis que ello produce en nosotros.

Mientras el proceso de producción se basó en la movilización de energías físicas, la expresión del deseo corporal en la era industrial debió ser contenida y reprimida para dirigir las energías hacia el trabajo y la acumulación. La represión de la libido tuvo un papel fundamental en la génesis de la neurosis: reprimir el deseo sexual y el ansia de libertad en numerosos ámbitos de la vida, sobre todo entre las mujeres, era una precondición del orden social.

Pero la transformación generalizada de la vida social que provocó la tecnología digital en el último tramo del siglo XX cambió el paisaje psicológico de tal manera que la descripción freudiana llegó en un punto a ser percibida como obsoleta, al menos en términos de psicopatología.

6 Sigmund Freud, El malestar en la cultura, op. cit., p. 114.

Desde las últimas décadas del siglo pasado, la neurosis fue retrocediendo como patología mental dominante, y surgió un nuevo conjunto de trastornos psicológicos.

El giro neoliberal marcó una transformación de la infoesfera, al incrementar la intensidad y la velocidad de las relaciones entre infoesfera y psicoesfera. El efecto de este cambio es que la represión es reemplazada por la hiperexpresión, y la negación, por una suerte de afloramiento del flujo inconsciente a la escena visible.

Baudrillard denunció este exceso de expresividad como el trastorno esencial del régimen posindustrial de simulación y seducción, y esto lo llevó a criticar el énfasis que habían puesto Deleuze y Guattari en el deseo.

El modelo rizomático esbozado por Deleuze y Guattari tiene que ser visto no solo como una hoja de ruta para un posible proceso de liberación, sino también y sobre todo como descripción de una transformación en el trabajo y en el capital, así como en el proceso mismo de la significación.

Conforme el rizoma teorizado por los autores de Mil mesetas fue implementado por la globalización neoliberal y la red digital, el proceso de significación se fue acelerando y complejizando hasta explotar. Se ha roto la relación misma entre la esfera inconsciente y la actividad consciente: los flujos mediáticos proliferantes han invadido el espacio del inconsciente y simultáneamente le han permitido a este circular por todas partes. El paisaje neurótico descrito por Freud es reemplazado así en las postrimerías del siglo XX por una explosión psicótica de flujos de inconciencia que invaden el espacio del discurso político, la economía y el paisaje de medios.

La fuente de la patología neurótica es un acto de ocultamiento: a los contenidos subconscientes se les niega el acceso al espacio visible de la conciencia racional, y esta negación lleva a un sentimiento de opresión y frustración. Ese es el núcleo de la neurosis en la concepción freudiana.

Posteriormente, sin embargo, la aceleración de la semioesfera y la consiguiente intensificación de la estimulación nerviosa expusieron los contenidos del inconsciente al sacarlos a plena luz. El sufrimiento mental a partir de entonces se produce por un exceso de luz, no por la oscuridad de la Verdrängung; surge de la excitación compulsiva del deseo, no del ocultamiento y la negación.

Un exceso de visibilidad, la explosión de la infoesfera y una sobrecarga de estímulos infoneuronales: el estallido psicótico de la era del semiocapitalismo tiene aquí sus raíces.

No la represión sino la hiperexpresividad es el trasfondo del segundo inconsciente (posfreudiano). Esta es la fuente de la psicopatología que enmarca la neuroesfera de la era neoliberal: trastornos de déficit de atención, dislexia y pánico.

Pero ahora, mientras escribo estas páginas en un año 2020 marcado por la pandemia de coronavirus, algo está cambiando en la esfera magmática del inconsciente, a tal punto que me atrevo a decir que estamos atravesando un umbral: estamos ingresando en una tercera era de la psicoesfera, y por consiguiente en una tercera configuración del inconsciente.

La tercera Psicoesfera

Durante la primavera boreal de 2020 que trajo el confinamiento global, fui tomando conciencia gradualmente de que una ola mutagénica estaba infiltrando la psicoesfera y provocando cambios lentos pero duraderos en la percepción proxémica, la sexualidad y la sensibilidad en general.

En la síntesis de la evolución de la psicoesfera en la modernidad tardía esbozada arriba, sugerí que en la segunda mitad del siglo pasado las fronteras entre la conciencia y el inconsciente se habían corrido, revelando nuevas dimensiones de la enfermedad mental y llevando del régimen neurótico a un régimen psicótico de la patología.

Posteriormente, los goznes que alguna vez habían mantenido unido el universo de la sensibilidad, el erotismo y la afectividad empezaron a crujir. Ahora el trauma ha afectado la sensibilidad erótica y la empatía en su conjunto, pero no podemos predecir qué tipo de adaptación, qué remoldeamiento le sucederá, porque el trauma desencadena mutaciones ambiguas: miedo y nuevas formas de expresión del ansia, evitación y sensibilización fóbica al cuerpo del otro.

No podemos describir acabadamente la subjetividad que emergerá al otro lado del umbral de la psicodeflación, porque ello dependerá en gran medida de la acción cultural del arte, la poesía y la imaginación psicoanalítica.

La interpretación psicoanalítica debe dar paso a la imaginación esquizoanalítica. Solo trascendiendo unas reglas para la interpretación forjadas por la experiencia mental del pasado podemos ayudar a moldear la evolución del inconsciente colectivo.

¿Cuál será el efecto duradero de la invasión viral de la percepción afectiva y sensual del mundo exterior?

El trauma no es inmediatamente visible. El trauma surte efecto lentamente. Primero ha brotado como psicodeflación, ralentizando el ritmo de la vida diaria y provocando un retorno del largamente olvidado aburrimiento.

En simultáneo, el trauma ha movilizado plenamente la tecnología de comunicación remota, provocando la creciente dependencia de la mente social de la pantalla, de una hiperestimulación digital sin contacto.

Durante el año 2020, permanecimos en el umbral, en un estado de calma salpicado por el pánico: una relación distanciada con el entorno, el mundo reducido a un departamento, y la esfera pública completamente virtualizada.

Sin embargo, en este océano de calma y silencio fuimos testigos de un aumento generalizado de la ansiedad, la apatía y la depresión. ¿Qué descubriremos al otro lado del umbral? ¿Qué seremos capaces de crear al otro lado del umbral? Puesto que el inconsciente no es un teatro en el que se representa una obra ya escrita, sino un laboratorio donde se corta y se pega, un laboratorio para la danza, para la sintetización con el ritmo del caos, ¿qué clase de configuraciones emergerán en el inconsciente colectivo?

Estamos iniciando una deriva, un camino que aún no ha sido trazado en el mapa. Estamos ingresando en una oscilación, en una prolongada fluctuación entre angustia y deseo.

El imperativo del superyó social podría cambiar de dirección.

En el ámbito freudiano, el imperativo superyoico exigía la renuncia al Trieb [pulsión], al impulso al placer. En contraste, el imperativo neoliberal dirigido a sostener y movilizar el ansia social celebró el disfrute y la agresividad competitiva. La búsqueda impaciente de la alegría fue incesantemente eludida, los intentos frenéticos por ser un ganador, invariablemente frustrados por la realidad.

¿Y ahora qué?

El superyó que emergió durante la pandemia se basa en la responsabilidad. Pero el problema es: ¿qué significa la responsabilidad? ¿Qué consecuencias trae ser responsable?

¿Respetar al otro mediante el distanciamiento? ¿Renunciar a la búsqueda del placer y negarle el placer al otro? ¿Eludir el deseo e internalizar la culpabilidad?

Eso sería una receta para estados psicológicos de depresión y aislamiento, y a la larga una receta para la violencia.

El país extranjero íntimo (Innere Ausland) del inconsciente explotó durante la era de la conexión global y la hiperexpresividad; luego, en la estela del colapso viral, se produjo una especie de silencio crepuscular, una debilitación de la energía, y un juego de culpabilización recíproca invadió el espacio de la sociabilidad.

¿Cómo superar el pánico y la fobia?

La reflexión me devuelve a los años ochenta del siglo pasado y me recuerda los efectos que tuvo el síndrome de inmunodeficiencia adquirida en el paisaje de transgresión sexual de la época: esa perturbación de la imaginación erótica provocada por el retrovirus puso en marcha un desplazamiento de la energía sexual que durante la década siguiente le allanó el camino a la escena pornográfica del erotismo conectivo.

Desde un punto de vista estético y cultural el sida inauguró la transición hacia la antropología de la virtualidad: la conectividad separa el deseo del placer y establece un ciclo de excitación sin consumación conjuntiva.

El síndrome, sin embargo, afectaba apenas a una parte marginal del paisaje social y erótico: solo el contacto de sangre con sangre podía llevar al contagio.

Ahora es diferente: el intercambio de saliva, la proximidad de los cuerpos, la exposición al aliento del otro pueden tener un efecto patogénico. Cabe esperar que una sensibilización fóbica de la piel del otro infiltre el inconsciente colectivo, envenenando las fuentes de esa con/spiración que hace placentera la vida.

Podemos esbozar así un escenario de psicomutación hacia un régimen autista en las relaciones afectivas y sociales, con la consiguiente perturbación de la imaginación erótica. Una mutua sospecha corporal precederá e impedirá el deseo mutuo. Una sensibilidad fóbica posiblemente acabará por ser internalizada.

Más aún, una reacción xenopática de la piel les abrirá la puerta a la depresión y la agresividad.

Critters Simpoiéticos

Un nuevo espacio vacío se abre a la imaginación psicoanalítica y en forma concomitante a la creación poética.

¿Qué clase de herramientas tenemos para la elaboración terapéutica de esta nueva configuración de la psicoesfera?

Durante un seminario por Zoom para un curso en el Hunter College organizado por mi amigo Daniel Bozhkov, un participante de nombre Chen dijo algo interesante: “La poesía son los critters del lenguaje”.

Critters, en el lenguaje de Haraway, son pequeñas entidades, criaturas subvisibles que proliferan en todas partes y transforman la composición del mundo viviente, haciendo posible la mutación.

El comentario de Chen es iluminador: el edificio estructurado del lenguaje se está desmoronando, erosionado por la infiltración en la psicoesfera de una bioinfomateria indescriptible. A esta altura la poesía consiste en la emanación de partículas lingüísticas para la disolución y la recomposición. Haraway:

Tenemos que pasar el relevo de alguna manera, heredar el problema y reinventar las condiciones para un florecimiento multiespecies, no solo en un tiempo de incesantes guerras y genocidios humanos, sino en un tiempo de extinciones masivas y genocidios multiespecies impulsados que arrastran a personas y bichos [critters] a un torbellino. Tenemos que atrevernos a “generar” el relevo; es decir, crear, fabular, para no desesperar.7

Critters transmigrantes hacen posible una relación interespecies que podría trascender los límites de lo humano.

Quizás la irresistible atracción de abrazarse con sensual curiosidad molecular y, sin lugar a dudas, como hambre insaciable es el motor vital de la vida y la muerte en la Tierra. Los bichos [critters se interpenetran unos a otros, se rodean en bucles y se atraviesa mutuamente, se comen entre sí, se indigestan, se digieren y se asimilan parcialmente, estableciendo arreglos simpoiéticos conocidos como células, organismos y ensamblajes ecológicos.8

El virus es un ejemplo de qué significa critter: el principio de una creación simbiótica asignificante y simpoiética.

El virus es asignificante porque no es portador de un significado, no es un signo; es un corpúsculo micromaterial que porta información, algo que le da una forma involuntaria al organismo mientras persigue una (voluntaria) proliferación. La información inscripta en el virus actúa sobre el organismo, pone en peligro el sistema inmunológico del organismo, pero también pone en peligro el proceso de significación por medio del cual se comunica el organismo.

El virus es simbiótico porque para sobrevivir tiene que invadir un organismo viviente, y porque el organismo viviente es transformado (o muerto) por el agente simbiótico. Y el virus es simpoiético en la medida en que coevoluciona simbólicamente con el organismo social humano.

Haraway usa el término “simpoiesis” para definir actos recíprocos de creación en un proceso que involucra diferentes entidades vivientes.

7 Donna Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el
Chthuluceno, Bilbao, Consonni, 2018, p. 201.
8 Ibíd., p. 100.

El virus pandémico ha disparado un proceso de mutación cultural y psíquica, pero la mutación no está completamente predeterminada: tiene que ser elaborada por el psicoanálisis y también por esa forma de semiocreación que llamamos poesía.

Para poder anticipar, contrarrestar y disolver una probable ola de regresión psicológica, necesitamos reinventar la cortesía, remoldear las relaciones entre deseo y lenguaje, llevar a cabo una reimaginación poética de la conjunción de los cuerpos.

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