2022: Paisajes pulsionales - Vol XLIV nº 2

Adrián Cangi: Ensayista, filósofo, curador y editor. Dr. en Sociología y Dr. en Filosofía y Letras. Especializado en Estética y Teoría del arte por la Fundación Ortega y Gasset en cooperación con la Universidad Complutense de Madrid. Posdoctor por la FAPESP y la Universidad de San Pablo. Profesor e investigador de la UBA, UNLP y UNDAV. Profesor regular de Estéticas Contemporáneas. Director de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas. Director del Centro de Estéticas y Políticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Asesor audiovisual del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en el período 2001-2007.

Inteligencia diabólica

La filosofía es un sistema conceptual sobre la demolición de una vida por el estilo. Este constituye un gran problema filosófico que nos abre hacia los paisajes pulsionales. Los juegos de máscaras, la pulsión, el fantasma y el fetiche están enmarañados a la hora de pensar estos paisajes. Solo sabemos que las acciones siempre arrastran, se desplazan o derivan hacia actos primordiales y que cualquier objeto solo posee el destino de un resto. Violencia y crueldad han sido evocadas en la inmanencia de un medio real. “Pulsión” es el nombre de una “inteligencia diabólica” que hace que cada una elija su parte para cumplir mejor su acto —pulsiones de coprolagnia, zoofílicas, alimentarias, sexuales, sádicas, masoquistas, caníbales, necrófilas, onanistas, de avaricia, de hambre, entre tantas otras, de un inventario interminable donde se reúnen en una frontera resbaladiza, pulsiones y perversiones—.

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Las pulsiones están extraídas de los comportamientos reales que circulan en un medio determinado, de las pasiones, sentimientos y emociones que los cuerpos reales experimentan en ese medio. Se trata de “energías” que se apoderan de pedazos en las trayectorias espaciales de un paisaje que podríamos llamar “mundo originario”. “Pulsiones” y “Pedazos” son estrictamente correlativos de una misma imagen del pensamiento “naturalista”, que se define por dos signos precisos: síntomas y fetiches. “Síntoma” es el nombre de la pulsión en el mundo derivado histórico y social. “Fetiche” es la representación de los restos o pedazos que hacen referencia a los mundos informes u originarios. El carácter informe, el puro-fondo o sin-fondo, está hecho de materias no formadas, esbozos de una ciénaga, de un inmenso campo de restos, de un bosque virgen o de un artificioso decorado. Un “mundo originario” no existe con independencia del medio histórico y geográfico que le sirve de médium. Así como las pulsiones son inseparables de comportamientos, también lo son los mundos originarios de los medios derivados. Una pulsión no es un “afecto” sino una “impresión” en el sentido más fuerte del término; no es una “expresión” y no se confunde con ningún sentimiento o emoción que regule o desarregle un comportamiento. Tesis que presenta Gilles Deleuze entre Lógica del sentido (1969) y La imagen movimiento (1983). Este abordaje no es otra cosa que una precisa lectura de la obra completa de Sigmund Freud, con una toma de partido por la línea definida por “Más allá del principio de placer”. También constituye una justa lectura de los objetos parciales en el campo pulsional de Lacan. Solo vale recordar las íntimas conversaciones de Deleuze con Felix Guattari y Jean-Françoise Lyotard sobre la economía libidinal. Y sobre todo el jocoso abordaje que comparte con Foucault de la Psychopathia sexualis (1886) de Richard Von Krafft-Ebing. ¿Cuál es la génesis lógica de este planteo de Deleuze?

Leopold von Sacher-Masoch fue patologizado por Richar von Krafft-Ebing, quien en Psychopathia sexualis no lee los logros literarios en la obra del autor y su creación de figuras conceptuales, sino un caso clínico al que juzga y condena. Toda forma de crueldad y frialdad en Sacher-Masoch, estará ligada a la imagen de la madre en la que Caín —como sostiene Deleuze en Presentación a Sacher-Masoch. Lo frío y lo cruel (1967)— descubre su propio destino. “Y el frío de esta madre severa —siempre presente en la obra— es, en rigor, una suerte de transmutación de la crueldad de la que surgirá el hombre nuevo”. El Ser no conoce ninguna patria y ninguna lengua propia, solo reconoce un acontecimiento único para todo lo que sucede a las cosas más diversas. El sin-fondo del Ser es incoherente, irracional, aberrante, sin-sentido. Es esto lo que requiere otra lógica del sentido que pueda decir el sin-sentido. Algo indefinido o indesignable proviene del sin-fondo y toma todas las trayectorias espaciales de la vida en un medio histórico. Ese indefinido se mantiene constitutivamente en los límites del lenguaje. El corte considerado por el acontecimiento se distingue a la vez del cuerpo cortado y del cuerpo cortante, pero también de la mezcla que los une. El corte solo se dice de los cuerpos y entre los cuerpos, expresa el sentido de lo que sucede a los cuerpos como algo completamente distinto de lo que se produce. “Profundidad” y “Superficie” configuran un par del mayor interés para decir la génesis de los cuerpos y de los lenguajes que los expresan. “Cuerpo” y “Lenguaje” resultan siempre inseparables para esta lógica, aunque solo a condición de aceptar que el sentido y el sin-sentido circulan entre los dos órdenes. Y solo en virtud de esta articulación es que se expresa la diferencia. Es este el sentido más radical de la noción de límite o frontera entre las proposiciones y las cosas. La intuición de lo aberrante proviene del sin-sentido o “mundo originario”. “Sin-sentido” es el nombre de la “cuasi-causa” que obra por exceso de significación en el mundo derivado. Algo del sin-fondo atraviesa la superficie del lenguaje –como fuerzas generativas o distinciones diferenciales– de un comportamiento perverso, si se lo considera con relación a las expectativas comunes del mundo derivado. Se trata del monstruo como reverso del organismo, de lo inmemorial como reverso de la memoria, de la anarquía coronada como reverso de lo social. Es tal vez la más aventurada síntesis de Deleuze entre Diferencia y repetición (1968) y Lógica del sentido (1969). Aunque hace falta un cuerpo que actué esta lógica-ontológica, donde la superficie se fisura, se abre y deja ascender un fondo indiferenciado, donde la profundidad absorbe como una unificada pulsión de muerte cualquier forma de modo devorador. Es el gran desmoronamiento que no deja de ser expresivo y fetichista. Aquel que se desplaza entre esquizofrenia y perversión buscando el héroe desgraciado o agraciado que lo actúe.

Catástrofe glaciar

La pulsión es un concepto y como tal exige una definición unívoca. Aunque la palabra “pulsión” que circula en los textos de Freud se refiere al concepto, no deja de cobrar más de una significación o figura. La pulsión atraviesa su obra completa, aunque remite a dos campos teóricos que conviene distinguir: los avatares de la historia del gran modelo pulsional y la doctrina de los objetos parciales. Si bien estos dos campos se abordan por separado, remiten a una misma definición. La pulsión como indica Lacan, es siempre “parcial”. “Pulsión” (Trieb) en Freud se distingue en primer lugar del instinto, luego se separa entre pulsiones de vida y muerte, y por último se reúnen las pulsiones en una dominante pulsión de muerte. Se expone por este concepto la especificidad de la sexualidad humana. La sexualidad nunca es una necesidad biológica, es como distinguir el hambre del amor. La sexualidad nace apoyada en los bordes exteriores del cuerpo que cumplieron una función biológica, pero que la abandonan como se deja un principio moral que nace de arriba. Las pulsiones son rastreras, hacen su curso en un paisaje de extrañezas. El problema para Freud nunca son las “funciones” sino sus “encantos”, que se traducen entre síntomas y fetiches. Todo órgano adquiere así una multiplicidad de usos contra el individuo biológico y en favor del estallido exagerado del papel erógeno de los órganos. En un primer nivel para el “Yo” las pulsiones son tendencias e impulsos hacia la conservación de la vida, la adaptación al medio, la homeostasis con los valores de la cultura. En su segundo nivel como “funciones de la libido” persiguen “encantos” que exceden la propia función y estallan como artificios. Aquí nace el largo camino de las perversiones y de las represiones sin olvidar que las pulsiones son trazas espaciales más allá de la conciencia, fuerzas que no cesan de rastrillar el espacio vivido en la superficie del mundo sin dejar de amenazarlo por el puro-fondo o sin-fondo.

Las trayectorias de la pulsión están ligadas a un medio o a un espacio. Leopold Sacher-Masoch (1836-1895) con su sensibilidad ucraniana, nos abisma en un compuesto de tradiciones en las que conviven huellas húngaras, judías, polacas, prusianas, galitzianas. Herencia arcaica que reúne deseos de un ideal paneslavo en la que la figura femenina, en su frialdad, fuerza a pensar al hombre. El ideal de la “mujer sármata” o “dominante” sólo se inscribe entre dos tipos de mujer occidental. Ni la mujer hermafrodita ni la mujer sádica convocan al ideal del escritor, porque el sentimentalismo supra-sensual que anima el fantasma se materializa en heroínas pétreas o minerales. El conocido profesor de historia del poblado de Graz, amante de Pushkin, Lermotov y Goethe, publica La mujer divorciada y al mismo tiempo La Venus de las pieles, reverso expresivo de una biografía de aventuras sexuales singulares. Deleuze en Presentación de Sacher-Masoh se pregunta: “¿Cómo se pasa del ideal griego al ideal masoquista, del desorden y la sensualidad hetéricos al nuevo orden, al sentimentalismo ginecocrático? Por la catástrofe glaciar, evidentemente, que explica a la vez la represión de la sensualidad y la difusión de la severidad. En el fantasma masoquista, las pieles conservan su función utilitaria: ‘menos por pudor que por temor a un resfrío’ (…) ‘Venus obligada a recogerse entre vastas pieles para no tomar frío en nuestros países abstractos del Norte, en nuestro cristianismo helado’. (…) Cuerpo de mármol, mujer de piedra, Venus de hielo son las expresiones favoritas de Sacher-Masoch; y sus personajes realizan gustosos su aprendizaje con una estatua fría, bajo la claridad de la luna”. La pulsión atraviesa ese “mundo originario” de la catástrofe glaciar. Este discurso expresa en toda la obra literaria de Sacher-Masoch que la catástrofe glaciar ha cubierto el ideal del mundo griego y ha hecho que Grecia sea imposible con su nomos (ley y norma) para el mundo del hielo. “El hombre es de naturaleza grosera y vale tan solo por la reflexión; la mujer se ha vuelto sentimental frente a la reflexión, severa contra la grosería. La frialdad, el hielo lo han hecho todo: han hecho del sentimentalismo el objeto de la reflexión del hombre y, de la crueldad el castigo por su grosería. En su fría alianza, el sentimentalismo y la crueldad femeninos hacen reflexionar al hombre y constituyen el principio del ideal masoquista”.

Heroínas

Las heroínas de Sacher-Masoch tienen cuerpos opulentos y musculosos, caracteres altaneros y prepotentes, voluntades imperiosas y ejercicios de dominio matriarcal, y una aguda crueldad que opera sobre un fondo de ternura o de inocencia. No importa si son cortesanas plebeyas o jovencitas patricias, zarinas o revolucionarias, sirvientas o patronas, campesinas o místicas: comparten siempre este paisaje común y ese fondo primordial. Nunca faltan la piel y el látigo, el armiño y el cuero de cordero para convertir a la mujer en una verdadera “mujer sármata”. Ni la mujer-hermafrodita ni la mujer-sádica —dos polos femeninos que rodean y se oponen a su ideal de mujer— pueden conquistar la escena. La mujer pagana o de pulsión hermafrodita, aparece como dueña del puro instante sensual para volverse un igual masculino en tanto ama a quien le place y se entrega a quien ama, siendo esta soberanía coqueta la que siembra el mayor de los desórdenes para travestir todos los dominios. La mujer sádica o de pulsión viril, aparece incitada a menudo para atormentar, hacer sufrir y torturar por tendencia y alianza con bandoleros o varones sádicos, de los que extrae un placer apático. Las heroínas igualitarias o heteras y las violentas o sádicas no expresan el ideal masoquista, sino los límites por donde se desplaza la amplitud del fantasma de Sacher-Masoch. El fantasma del ideal de la “mujer sármata” es de una naturaleza-artificial: fría, maternal y severa o helada, sentimental y cruel. La “mujer sármata” o “mujer verdugo” se distingue con precisión de sus dobles “hetérico” y “sádico”. De este modo se diferencia lo esencial de la frialdad apática de Sade y de la frialdad del ideal de Sacher-Masoch. La apatía sádica se ejerce contra el sentimiento como una pureza de una sensualidad impersonal demostrativa. En Sacher-Masoch no se trata de negar el sentimiento, sino de denegar la sensualidad. La sensualidad nos mantendría prisioneros de las imperfecciones y aberraciones que la naturaleza promueve, para culminar absorbidos por la sensualidad impersonal de una apatía demostrativa. El ideal masoquista es lo contrario de la apatía, tiene por función hacer triunfar el sentimentalismo en el hielo y por el frio.

Deleuze escribe “lo que subsiste bajo el frío es un sentimentalismo suprasensual. El frio es medio protector y mediúm, capullo y vehículo: protege el sentimentalismo suprasensual como vida interior y lo expresa como orden exterior, como Cólera y Severidad”. Sacher-Masoch se plaza de la figura al problema, por eso se trata de partir del fantasma que obsesiona con su variedad de fetiches para arribar hasta la estructura teórica en la que el problema se plantea. Este movimiento se expresa en un dramatismo teatral y paisajístico en todas sus novelas. Su obsesión fundamental es por la gran nodriza, madre de las estepas y portadora de muerte. Oral y Muda esta figura siempre tiene la última palabra. ¿Cómo podemos abordar lo que subsiste bajo el frío como un sentimentalismo suprasensual? Freud estudia el fantasma en “Un infante golpeado”, a tal escena le corresponde una satisfacción onanista y por lo tanto genital. Algo se condensa y enmascara en el caso. Caso ejemplar de conversación entre los amigos Lyotard y Deleuze. Se trata del ejemplo que en Lyotard une Discurso, Figura (1971) y Economía Libidinal (1974). El problema consiste en tres preguntas: ¿Quién golpea?, ¿Quién es golpeado? y ¿Cuál es el lugar del autor del fantasma? No me detendré en el contenido clínico del caso, sino sobre el efecto libidinal en la configuración del yo. El Ego durante el análisis del caso es siempre libidinal, ligado a una viva excitación sexual fálica. Persiste un residuo de una cicatriz que siempre indica otra cosa. La víctima fustigada perdura en una masturbación que preside al fantasma; es lícito ver en ello el síntoma de la denegación siempre reemplazado por el goce. La constancia en el goce, juego de mociones pulsionales a través de las cuales el goce es obtenido, muestra a las pulsiones acorraladas en el fantasma que conlleva siempre el goce de la fustigación. Se trata de ver aquí una configuración. Los “perversos” han pasado por Edipo no menos que los “neuróticos” o los sujetos considerados “normales”. La iteración del golpear fija las trayectorias de la pulsión en el cuadro previo del fantasma, armando sus paisajes y fetiches privilegiados en una escena que parodia a la ley fundamental. Ante el goce de ser fustigado, Sacher-Masoch inventa un nuevo humor que consiste en una seudo-obediencia a la ley, con sus contratos, protocolos y juegos interminables de frondosas correspondencias literarias. Mientras que Sade destituye a la ley por una mostración irónica, Sacher-Masoch lo hace por un resbalamiento en el humor como el gran arte de los desplazamientos y de las caídas.

Elección

Anticipa Deleuze que “los desdoblamientos de personas, las máscaras, los desfiles de un campo a otro, hacen de la obra de Sacher-Masoch un ballet extraordinario que gira en torno a la decepción”. Cualquier forma de crueldad y frialdad en Sacher-Masoch, hemos dicho que estaría ligada a la imagen de la madre en la que Caín descubre su propio destino. “Y el frío de esta madre severa —siempre presente en la obra— es una suerte de transmutación de la crueldad de la que surgirá el hombre nuevo”. El amor de Platón es una obra ejemplar de la construcción de un paisaje pulsional. Obra animada por la correspondencia entre el conde Henryk y su madre. Correspondencia de la que la madre opera como fondo y como ausencia, pero que sin embargo escande una respuesta que despliega las potencialidades del fantasma y el arte del suspenso. El flujo epistolar sexualiza y desexualiza a la vez el relato, volviendo como único germen de la historia el problema kierkegaardiano de la “elección”. El conde Henryk afirma tras la lectura de El banquete de Platón, un cuestionamiento entre la idealidad espiritual y la materialidad corporal del amor. Expone de forma tan binaria el contraste que durante una fiesta palaciega la condesa rusa Nadiezhda, mujer de belleza incomparable que seduce al joven percibiendo su rechazo, le lanza un desafío para provocarlo en la existencia de un amor puramente espiritual. A partir de aquí el juego de suspensos y máscaras trama el relato y es en la trama de la correspondencia a la madre en la que leeremos la puesta en escena, donde cuerpos y vestuarios cumplirán todos los dobleces y tensiones simbólicos esperables en la literatura del siglo XIX.

El 17 de diciembre emerge el problema. Dice el joven a su madre: “me preguntas por qué le tengo miedo al amor. Le tengo miedo porque temo a la mujer. Veo en la mujer algo hostil, se presenta ante mis ojos como un ser completamente sensual y extraño, así como la naturaleza inanimada. Ambas me atraen y me repelen al mismo tiempo del modo más ominoso”. En esta carta Henryk describe a su madre un pensamiento reinante en la segunda mitad del siglo XIX, que considera el espíritu de la especie bajo el imperativo de Schopenhauer en Metafísica del amor sexual (1844) “la voluntad del individuo aparece elevada a una potencia mayor como voluntad de la especie”, y para el joven la mujer encierra este secreto, usa las tretas del amor para cumplir su único objetivo “impulsional”: el de crear nuevas criaturas. Por ello afirma: “sus labios son como las olas del mar, ellos atraen, acarician y adormecen… y el fin es la exterminación”. El amor es visto como la máquina de seducción femenina que no trasciende en la trama de la sociabilidad el imperativo de la especie. Cumpliendo aquel objetivo, el amor es la determinación que impulsa el instinto. En la carta del 24 de diciembre, tras enterarse de una jugada de su padre para que conozca a la condesa Adéle, insiste: “¡nunca he de amar a una mujer!”. El 29 de diciembre un hecho lo ilumina y relata a su madre sus prácticas comentándole que lo consideran un raro o una “especie de ser fabuloso” por su comportamiento público, caballeresco aunque distanciado de las damas. El 31 de diciembre nace la pregunta por el amor y toda una racionalización de las prácticas públicas asumidas hasta aquí. Escribe: “el amor no es nada que tenga que ver con la sensualidad” (…) “en el amor no existe nada casual” (…) “el amor no es una pasión efímera” (…) “el amor es para mí en esencia esa entrega espiritual a otra persona”. Henryk ve que los elementos sensibles obstaculizan este camino porque la sexualidad es una batalla, una “sed de placeres tristes y egoístas”. Y se pregunta: “¿existirá una mujer capaz de amor espiritual?”. Afirma que la nobleza del sentimiento se encuentra en “la amistad con otro varón”. El fondo filosófico al que apela es al pasaje de El banquete, cuando Sócrates enuncia el pensamiento de Platón: “La belleza del alma debe tenerse por más preciosa que la belleza del cuerpo”. En adelante firmará las cartas a su madre como “Tu Platón”. Es desde aquí cuando encuentra la alternativa buscada en la amistad de Schuster, un compañero de fuerza que lo comprende y con quien emprenderá la amistad deseada. Después de conocer a la condesa Nadiezhda el joven vuelve a encerrarse en un trabajo de sí a la manera estoica, para templar el cuerpo e imprimir la virtud y así poder entregase al otro en la conversación.

Fantasma

El 28 de enero, veinte días más tarde de la gran fiesta, se abre el teatro de máscaras y se despliegan los poderes del fetiche, cuando en la misiva se narra que es invitado a una cita en la que “no era un cuerpo el que lo esperaba sino una voz”. Cocteau supo señalarnos que el grano de voz es la última materialidad de un cuerpo, y Henryk ve allí la pureza de la comunicación de las almas. Y dice pesaroso: “desgraciadamente no hemos llegado tan lejos como para anular completamente el soporte sensual” entre dos seres. El fantasma crece en la escena como un “espectro divino”, que podría repetir secretamente las palabras de Cazotte en El diablo enamorado (1772) “¿Qué quieres?” (…) “¿Bajo qué forma me presentaré para serte agradable?”. Quien invita secretamente juega al juego del deseo de Henryk y éste no enfrenta ni a uno ni a otro sexo, sino a una voz que los contiene en su musicalidad y misterio. El secreto del juego desborda las identidades. Se trata de la plena aparición de una potencia espiritual con materialidad sensual que promete lo indecidible. La escena disloca la ley de los intercambios, abre una voluptuosidad bajo la imagen de la pureza de la voz. Henryk es prisionero de su propia búsqueda y queda atrapado en la fascinación de su deseo. Escribe: “el alma también puede ver (…) y te estoy viendo con los ojos de mi alma”. Y la voz pregunta: “¿cómo me estás viendo?”. “Tu figura es dulce y esbelta; tu cabeza es noble, sin que sus proporciones sean regulares; tu cabello es abundante y rubio y tus ojos asaetean mi corazón con sus rayos azules a pesar de la oscuridad de la noche”. La voz posee una potencia infantil en su superficie aterciopelada. Henryk señala: “me persigue una voz”, e insiste en la carta del 10 de febrero: “mi cuerpo se mueve sin que mis ojos tengan poder de ver”. ¿Qué secreto anida tras la voz? ¿Qué esconde el adorado espectro? ¿Qué poderes porta para volver la experiencia de Henryk de una felicidad inigualable? El joven confiesa a su madre: “me siento transfigurado” (…) “transido”, aunque siente que también se está tornando un ser espectral. Y dice: “(…) pienso que el diablo que ha tentado a San Antonio y a muchos otros bajo el disfraz de mujer, también ha venido a tentarme a mí bajo la máscara de varón” (…) “Anatol (la voz) no es un hombre, no es una mujer ¿es ambos a la vez?”.

Algo glacial va dominando la escena y la suspensión toma al observador, bajo el aparecer de una figura tan irreal como extraterrena, para conducirse hacia el paisaje invernal. Es en la carta del 25 de marzo cuando Henryk narra un paseo por el paisaje invernal con Anatol. Siente sobre su conciencia la acción de la figura espectral ante el grito de alguien que se ahogaba en las aguas heladas. Anatol (la voz) se aleja del agua y el argumento de Sade toma su cuerpo: “si ese muchacho vive más o menos años, sigue comiendo, emborrachándose y durmiendo, ¿a quién le importa? Esas existencias completamente animales surgen por millones cada segundo, y también es lícito que desaparezcan por millones. La naturaleza sabe por qué devora a sus propios hijos”. No existe argumento literario alguno que sustente una pretendida unidad sadomasoquista, sólo podemos considerarla una injusta complementariedad histórica. El dictum de la naturaleza puede leerse en toda la obra de Sade, pero especialmente en Sistema de la agresión (1814) cuando se dice “la Naturaleza es de una vez por todas la única que tira de los hilos de las marionetas humanas. Sabio es quien obedece ciegamente a sus leyes buenas o malas. El hombre no puede escapar al determinismo de la Naturaleza: la educación nunca logrará convertir el lobo en cordero”. Para Henryk éste es el principio del fin. Sacher-Masoch aleja la figura de Henryk de la de Anatol en ese acto de proclamada crueldad y la acerca en la carta del 2 de mayo, cuando Anatol dice que la naturaleza de un bosque real puede parecerle más agradable que la de un bosque pintado aunque no se encuentra convencido. Esta anticipación de una defensa del artificio será continuada por Oscar Wilde en La decadencia de la mentira (1889) cuando bajo la forma del diálogo entre Cyril y Vivian, el estilo se imponga a la naturaleza llevando la vida a la perfección de la forma. Si la verdad es cuestión de estilo, dirá Cyril: “la vida imita al arte”. La relación entre Henryk y Anatol va desplegando los efectos de una iniciación en lo ficticio hasta descubrir, el primero, que todo lo experimentado había sido “una trampa, una mascarada”, una traición, un juego con los sentimientos profundos de una amistad espiritual.

Fetiche

La comedia cobra presencia cuando Anatol se revela como Nadiezhda, “la mujer hastiada —dice Henryk— que puede distraer su aburrimiento” fabricando un mundo de “aromas, luces y vestuarios”. Evaporado el espectro, Henryk sabe que no puede amar a una mujer ni siquiera si esta es capaz de desplegar la magia del fetiche y su poder de atracción. El joven no ve en ese acto montado por la condesa un principio de inteligencia con el poder de revelar que la magia del amor está en el artificio. Ve allí frivolidad, vileza y vanidad. Ve como cobra cuerpo un arte que se revela como seducción en las relaciones. En la última carta del 2 de junio dice: “todo tipo de poesía habita solamente en el varón, mientras que a la mujer le es innata la prosa”. Sólo la frialdad puede mantener a la sensualidad desbordante en su sitio parece decirnos Sacher-Masoch, mientras su personaje Henryk elige la sincera amistad del varón. Ésta no es más que una fábula de conversión en la que el deseo fue sometido a la ley del simulacro y su principio de variabilidad, haciendo trastabillar durante gran parte del relato la fijación de la identidad. Aquello que nos interesa señalar en El amor de Platón es inverso a la desconfianza que Sacher-Masoch descubre en el poder del artificio. Pienso a la luz de La moneda viviente (1970) de Pierre Klossowski en la fabricación del fantasma como el doblez de aquello que desplaza el sentido en catarata, entre lo que retiene en la fijación y abisma más allá de esta. Considerando una marcada misoginia propia del siglo XIX o la elección de la identidad en la conversión final del personaje amparado en la amistad masculina, nos interesa indicar la construcción realizada por la condesa Nadiezhda, que no sólo desmonta la identidad haciendo pasar en su lugar las potencias del espectro o de la cosa que siente, sino que también se transforma en quien afecta la experiencia con la puesta en escena que produce. Esta fabricación puede arrastrar la frivolidad, pero también se diferencia de ésta creando la posibilidad indecidible, donde reside el principio de variación o el casillero vacío de cualquier estructura. La figura que la condesa convoca es ajena a toda determinación sexual —no es ni hombre ni mujer— y por ello se excluye de una mirada normalizadora. Pertenece a una lógica paradójica que instala en la lengua, en el cuerpo y en la escena la promesa de una atracción y la potencia de una variación.

El fabricante de simulacros puede ser considerado como un intermediario entre dos mundos heterogéneos. Representa el valor intrínseco del simulacro fabricado según las normas institucionales que son las de la sublimación y está al servicio de la valoración del fantasma según la obsesiva obligación de la perversión. Klossowski señala en La moneda viviente (1970)—pensando en Sade— que “la noción de valor y de precio están inscriptas en el fondo de la emoción voluptuosa y que nada es más contrario al goce que la gratuidad”. La condesa Nadiezhda, desea invertir el platonismo de Henryk, e inscribe en la emoción voluptuosa la conquista del alma por el cuerpo. Mientras que para Henryk, el intercambio con Anatol sólo es espiritual y allí reside la plenitud de su goce. Para la condesa, crear simulacro implica pervertir la valoración de Henryk. El término “perversión” sólo designa la fijación de la emoción voluptuosa en un estadio previo al acto de procreación. La condesa antes que procrear desea pervertir un valor, pero lo hace para acceder al cuerpo de Henryk. Aunque esta empresa fracase, la fuerza pulsional es la que forma la materia del fantasma y ocupa aquí el papel del objeto fabricado. La emoción de la condesa alcanza en esta fabricación una singularidad no intercambiable. El fabricante de simulacros depende de la demanda de una clientela para fabricar objetos concernientes a la vida psíquica. Henryk demanda y la condesa acepta la demanda. Cuanto más requiere el fantasma al simulacro, mas actúa y reacciona el simulacro sobre el fantasma. Nos detuvimos en esta escena porque el cuerpo fue traído a la misma, porque el espíritu no cesó de crear simulacros y porque el mundo simbólico expandió sus límites. La fabricación del fantasma siempre transgrede las normas existentes y presenta lo inexistente. Sin fabricación y sin artificio en el amor, el intercambio renovado de los cuerpos estaría truncado en la repetición de un círculo vicioso. En el fetiche vemos el fondo de la creencia y el objeto que la sostiene en el despliegue del fantasma. Si trasladamos esta lógica a la reflexión de Freud en Psicología de las masas (1921) encontraremos que “una suma de individuos (…) pusieron un solo y mismo objeto en el lugar de su ideal del yo y, en consecuencia, se identificaron, en su yo, unos con otros”. Esto implica que existe un objeto-fetiche en el corazón mismo del vínculo social. Cuando éste desaparece se abre la pulverización de la institución misma. El amor de Platón pone en escena el problema central de la filosofía y la antropología de la Ilustración, el de cómo enfrentar el poder de los objetos paradójicos rodeados de un aura de misterio.

Entre el “Yo” fuerte y el “Yo” débil

La adicción a la sujeción como audición primera de la obediencia nos pone de frente al narcisismo acentuado por las sociedades individualistas. Supimos escribir junto a Ariel Pennisi en El Anarca. Filosofía y Política en Max Stirner (2021), que los avatares del “Yo” entre elogios y críticas, se constituyen en el pilar del mundo moderno. Vale recordar que el narcisismo, en la lectura del Freud de Introducción al narcisismo (1914) es una forma de compensación, es una “inflamación” antes que un “engrandecimiento” del yo, es la fábula del enano impotente bajo el disfraz de hombre fuerte y respetable. El yo narcisista es desespero, pulsión que nos orienta de acuerdo a nuestra propia debilidad. Es la suma que conduce a la obediencia servil. Cualquier dispositivo de prestigio es un buen medio ambiente para las carreras narcisistas. En ese sentido, nada más alejado del narcisismo expresado por el “Yo” de Max Stirner o de Friedrich Nietzsche, más cercano a una fuerza de apropiación indiferente o de desagregación de la obediencia que a los requerimientos de un medio idolatrado. El “Yo” reclamado por Stirner y por Nietzsche, permanece inadaptado allí donde el narcisismo es síntoma de sobre-adaptación. El monstruo narcisista no apropia ni inventa un mundo, sólo se mueve autorreferencialmente en el “pequeño mundillo de retribuciones” que le tocó en suerte y al que postula como si se tratara del “Mundo”, para presentarse “a sí mismo” como una pieza importante de éste. En ese sentido, cuando el psicoanálisis confirma la importancia de la novela personal y familiar no hace más que abonar el semillero narcisista. Si en cambio encuentra en las vidas con que trata una afectividad surgida sin cargo ni culpa, un amor que excede las transacciones ofrecidas por la autoridad paterna y el reconocimiento social, puede acompañar la invención de un recorrido sensible singular antes que custodiar la adaptación al principio de realidad.

Ni custodia ni obediencia parecen ser las audiciones necesarias para huir de una adicción a la sujeción del “Yo”. No parece posible olvidar el problema de la agresividad vuelta contra el yo bajo la instancia del superyó, tal como lo plantea Deleuze en Presentación de Sacher-Masoch. Conocemos el argumento preciso del filósofo, que sigue con atención a Freud en la diferencia entre “Yo ideal” (que siempre está destinado a una identidad de carácter fascista) e “ideal del Yo” (que resulta constituyente por la identificación a ciertos rasgos). A partir de esta distinción, Deleuze se propone separar la pretendida unidad sadomasoquista o el “monstruo semiológico”: el superyó triunfa en el sádico expulsando al yo hacia la víctima para enaltecer la figura de la ironía, mientras que en el masoquismo triunfa el yo a expensas del superyó para enaltecer la figura del humor. El humor corrosivo proviene de un yo que se confiesa débil, mientras que la ironía lo hace con relación a un yo que se concibe como fuerte. La debilidad del yo es la trampa tendida por el masoquista, quien debe traer la figura de la mujer al punto ideal de la función que se le asigna. Si al masoquista le falta algo es más bien un superyó, de ningún modo un yo. Mientras que el sádico tiene un superyó tan fuerte que se ha identificado con él. Esta es la base de aquello que moraliza la interioridad con relación al superyó y la complementariedad de un yo sobre la cual ejerce su rigor. Lo que cambia entre ambas figuras son las astucias de debilidad y fortaleza del yo. El humor masoquista es el triunfo de un yo débil contra el superyó. La ironía del yo sádico es el triunfo del yo ideal o del superyó que expulsa al yo y lo proyecta hacia las cualidades de sus víctimas. El humor del masoquista es parte de un yo débil porque desvía la ley del padre en favor de la madre oral. La ironía del sádico es parte de un yo fuerte que erige una ley imposible basada en la anulación de la madre y la procreación. Estos ajustes críticos que realiza Deleuze a la sintomatología literaria del masoquista y del sádico afinan al máximo la noción de Freud sobre el “Yo ideal” y el “ideal del Yo”.

Etiología del “yo débil”

Vale preguntarse más allá de la etiología médica, cómo sacar partido de una teoría del “yo débil” frente a la peligrosa teoría del “yo fuerte”. Recordamos que Deleuze sostiene a lo largo de su obra, y en particular junto con Guattari entre El Anti-Edipo (1972) y Mil Mesetas (1980), que “el primer dato de una sociedad es que todo huye, todo se desterritorializa en ella”. Incluso, se “desterritorializa” la forzada unidad del yo hasta exponer su entelequia y desear su condición imperceptible. En el medio resurge todo el campo de la experimentación. El dato relevante es que para el filósofo la resistencia es primaria. De la conexión de la resistencia con el afuera frente a aquello que oprime por obediencia o servidumbre, es de donde procede el diagrama configurante y hacia donde se conduce el deseo de composición. De este modo la huida es primaria en todos los niveles porque se anticipa a las fuerzas componentes y a los compuestos. Puede pensarse el deseo como resistencia activa, como búsqueda de nuevas composiciones de afección. El “arte de fugar” no es otro que el de perder una “identidad fuerte” en favor de otras afecciones. En clave de El Único y su propiedad (1844) de Stirner y de La genealogía de la moral (1887) de Nietzsche, el problema para Deleuze no se trata tanto de no querer volver a liberarse sino de no poder hacerlo. Es por ello que el “yo débil” que abre Deleuze jamás agota la fuerza, busca otras relaciones y otras composiciones para desarmar la obediencia y problematizar la servidumbre. Es así que el deseo se constituye en una fuerza de configuración por relación, vecindad y umbral con lo otro que tiene por fin problematizar la ley mayor.

Conviene evocar el núcleo del texto de Deleuze “Deseo y Placer” (carta de 1977 destinada a Michel Foucault en relación a La voluntad de saber de 1976), en el que se expone la discrepancia en la amistad filosófica que los une. Donde Foucault sostiene que las sociedades son relaciones de fuerza bajo la forma de estrategias que requieren ser descriptas con la mayor minuciosidad, Deleuze piensa que hay fuerzas que se anticipan de modo subyacente a las estrategias. Ese es para Deleuze el punto de resistencia, mientras que para Foucault la resistencia se deriva de una larga preparación en la descripción de los dispositivos. Las fuerzas de huida de la obediencia y de la servidumbre son centrales para ambos filósofos, pero Deleuze las manifiesta como resistencias primarias ante cualquier estrategia. También resulta claro que en el nivel de los análisis sociales no parece posible separar estrategias y resistencias, porque ambas son complementarias en el movimiento de composición de las fuerzas. Aunque parece que, entre las preocupaciones de Foucault, la descomposición resulta en cierto grado indiferente porque todo se forma incluida la verdad. Parece que en Deleuze la descomposición resulta primaria a los actos de invención estando en la base de las prácticas y estrategias. De este modo es posible decir que en las formas de subjetivación residen modos de resistencia o de servidumbre. Foucault percibe la resistencia en el fogonazo de las vidas ante los dispositivos de subjetivación, mientras que Deleuze trabaja en favor de cualquier práctica de invención que fabrique modos de resistir. La auto-afección es inseparable de un “cuidado de sí” más activo y afirmativo (Foucault) o de “actos de invención” constructivos y conectivos (Deleuze), que transfieren en ambos casos la carga ética al dominio político. Una teoría del “yo débil” contribuye a pensar más cerca de Nietzsche (del lado de un yo fragmentado que enfrenta al yo absoluto) y más lejos de Kant (del lado de un yo íntimo obediente que se distingue de un yo público inhibido e ilustrado), más cerca del humor corrosivo que desvía al “yo” de cualquier ideal, que de la ironía de un “yo” fuerte que goza al infinito para culminar reuniendo obediencia e inconsciente –aunque habrá que ver aquí un proceso ineludible de subjetivación atravesado por la crisis de la civilización moderna conformada por el pathos de la distancia y de la decisión.

“Yo” como nada creadora

Como sostuvimos junto con Pennisi, entre Filosofía para perros perdidos (2018) y El Anarca (2021) vale recordar que para Nietzsche, como para su precursor sombrío Stirner: “Yo no soy nada en el sentido de vacío, pero soy la nada creadora, la nada de la que saco todo”. De ahí el punto de partida, tanto para desarmar ese fetiche mezcla de principio de realidad y subjetividad satisfecha que es el “Yo” fuerte, como para imaginar una forma de construcción de sí que involucra fuerzas y capacidades de apropiación comunes a la especie y singulares en las vidas. ¿De qué está hecho el Yo histórico que cuestionamos? Luego, ¿cómo es que somos algo en lugar de nada y justo ahí donde creíamos hacer pie descubrimos que no había gran cosa? ¿De qué estamos hechos, de qué está hecho esa casi-nada que escépticamente vinculamos con nuestra experiencia biográfica? El capitalismo contemporáneo no es un sistema entre otros, es el zócalo de zócalos de la experiencia humana actual, de una actualidad por él mismo inventada. Es la experiencia de la justificación de “sí” en “sí mismo” y en cada uno de nosotros: el “Yo” como marca o carrera personal. Se trata de una lógica de la auto-referencialidad extendida y multiplicada, no ya de un individualismo egoísta pasible de las mil y una críticas morales, sino de una auto-reflexividad estético-política banalmente gozosa. El Capital, encarnado en todo tipo de agentes y gerentes, entendió antes y mejor que nadie el anuncio nietzscheano, el diagnóstico freudiano y la crítica marxista. Esa es su potencia: en última instancia sólo nos ofrece nuestro propio regodeo personal y lo hace como una fe, como una religión. Y para colmo de potencias funestas, la vida individual es parangonada a una empresa y sus posibilidades de éxito, al mismo tiempo que a la veneración de las “capacidades adaptativas” en manos de los tres poderes que nos subyugan.

Máximo de sujeción y máxima promesa de libertad forman un único pliegue. Ni siquiera se trata del espejo que, quién sabe, aun guarde en algún recóndito rebote una sorpresa o un sinsabor doloroso y fértil. Somos una parodia cuando desesperados reclamamos, aunque más no sea un “malestar” sobre el cual “trabajar”. No sea cuestión de que ni el psicoanalista nos reciba. ¿La experiencia? Eso es cosa del pasado. Hoy, el sentido se desfleca y es la inexperiencia la que nos invita a nuevas “histerias” posibles —o los posibles tachados por la “histeria”—. Cada vez más, el individuo aparece como un nodo, pero no por su capacidad de formar parte de lazos que se anudarían en él como lugar de un destello posible, sino por su centralidad consumidora: se conecta con todo lo que tiene a su alcance y experimenta lo que no es “Yo” como un desprendimiento de su necesidad, un útil disponible, un medio para el placer. Con una salvedad: ¡disfrutar es mandato! El híper-individuo, el nodo feliz, no vive según los anudamientos que traman su subjetividad como proceso y arman un mundo abierto o propician una imagen del mundo transida de posibles, sino que aquello que existe como individuo está solo atado a sí mismo, a su temor. Y su soberbia de “mosquita muerta” habla en su nombre: “¡Yo soy el mundo!” —como dice la publicidad de una empresa de telecomunicaciones: “Cada persona es un mundo”—. Ante la disposición testaruda del mundo nos queda la propia disposición como una negligencia que desconoce las exigencias de la hora. Otra vez el “Yo irreverente” de Stirner —que no podemos dejar de criticar— porque suena demasiado pagado de sí mismo. Una gestualidad más sobria matiza: máxima porosidad y atención a lo que se ofrece; y distracción sin más ante lo que se vende o lo que intenta convencer. Pero tampoco se trata del ideal de fusión con el mundo, del retorno a la “gran madre naturaleza”; la panza se cerró y lo que se abrió es intemperie.

Intemperie del “Yo”

El yo a la intemperie que circula en el vacío y se auto-genera por afección, parece ser al fin la gran apuesta de Stirner y de Nietzsche. Podrá decirse que ese yo ha dado batalla frente a la servidumbre voluntaria que es inherente al esfuerzo de pensar y a la lucha de poderes y, por efectos del cristianismo, se constituyó en prácticas precisas de resistencia o de huida. Foucault elige como ejemplo privilegiado de contra-conducta de resistencia el de las mujeres cristianas del siglo XII, conocidas en los Países Bajos con el nombre de monjas Beguinas. Aquello que le importa señalar al filósofo son sus prácticas activas y contemplativas para vivir juntas, como el conjunto de decisiones de gobierno ejecutadas al margen de la Iglesia y del poder nobiliario para realizar tanto trabajos manuales como ceremoniales litúrgicos, tanto para el cuidado de leprosos como para el de los desfavorecidos. Aquello que puede verse como “resistencia activa” en la reinvención de las conductas, es la crítica a la corrupción de la Iglesia y su debilidad legislativa a la hora de valorar la equivalencia de las mujeres. Las monjas logran gobernarse democráticamente por elección interna en la comunidad de participantes, sabiendo que es posible abandonar tal comunidad. En el reverso de las prácticas de resistencia a la obediencia, se encuentran desde la baja Edad Media las acciones de aquellos que vagan solos por los bosques (solus vagus), aquellos del que la jauría se aleja. Y solo por ello la servidumbre deja de ser voluntaria. Evocamos el nombre de Stirner o de Nietzsche, en la complejidad de las composiciones que proponen, y en la determinación necesaria con el fin de vivir juntos. Vale recordar que se cree desde la baja Edad Media que solo la “errancia solitaria” en el espacio, en el tiempo, en el medio, hacen posible la distancia de algún grado de servidumbre.

Esto distingue en la fabricación de “contra-conductas” contra el “yo fuerte”, las prácticas de resistencia de aquellas otras de huida. El problema de la soledad extrema es abordada por Pascal Quignard en Sobre la idea de una comunidad de solitarios (2015), donde recuerda que en los bosques medievales la vida singular es considerada la del singularis porcus o de la “bestia llamada a aislarse”. Ese singular deseo de estar solo —como el de los jabalíes que luego se volvieron puercos— supone huir de la mirada del rebaño para terminar los días bajo la mirada de nadie. En épocas de Luis XIII, en Port-Royal des Champs, nace el deseo de los solitarios, de las labores minúsculas, de los silencios, que llevaran el nombre de los “Solitarios de Port-Royal” en homenaje a los ascetas de Oriente o a los “Padres del desierto”. Abelardo gritó en el Concilio de Sens: ¡Erro vagus et profugus! Abelardo pide silencio para sí, es su modo de no reconocer señorío de ningún hombre. Antoine Le Maître renuncia a sus funciones de Estado para hacer silencio, es su modo de dejar de servir a los hombres. Muchos son los extraídos de las filas, esos singulares dicen de la soledad que lucha contra la servidumbre voluntaria. La tesis de Quignard como la de Deleuze es heredera de Stirner y de Nietzsche frente al triunfo del “yo fuerte”, y reza que ¡en una sociedad todo huye!

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