2024: Culpa y Castigo - Vol XLVI nº 2

Resumen: En este texto intento diferenciar descriptivamente la noción de culpa de la de extrañeza. Para eso describo cómo el sentimiento de culpa es el que aparece ante la desaparición de un objeto, de otro, o de un ideal que es sentido como parte del yo. En cambio, el sentimiento de extrañeza es el que se nos aparece ante el repudio que hacemos o que solidariamente con la cultura en la que vivimos ejercemos de algo o alguien al que caracterizamos como inmundo. Se intenta mostrar el pasaje de la extrañeza a la perplejidad.

Descriptores: Culpa, Extrañeza, Perplejidad, Mundano, Inmundo, Extravagancia

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1-1. Lo inaprensible del otro

Nadie puede ponerse en tu lugar, pensaba yo, ni siquiera imaginar tu lugar, tu arraigo en la nada, tu mortaja en el cielo, tu singularidad mortífera. Nadie puede imaginar hasta qué punto esta singularidad gobierna solapadamente tu vida, tu avidez de vivir; tu sorpresa infinitamente renovada ante la gratuidad de la existencia; tu alegría violenta por haber regresado de la muerte para aspirar el aire yodado de algunas mañanas oceánicas, para hojear libros, para acariciar la cadera de las mujeres, sus párpados adormecidos, para descubrir la inmensidad del porvenir. Había que reír, realmente. Por lo tanto río, inmerso otra vez en el orgullo tenebroso de mi soledad.        

Jorge Semprún1

            

Mi estimado amigo:

Le escribo para comunicarle que me veo asaltado por un sentimiento de Grave Extrañeza e Intensidad tal que el recuerdo de los hechos que presenciamos esta misma tarde parece disgregarse y desvanecerse en mi memoria. Me es imposible dar razón de lo sucedido, pero aún debo añadir que me veo forzado a pensar más en nuestro anfitrión de hoy, el temible Billington, como si tuviera que volver a él. Paréceme asimismo ingrato suponer que mediante artes mágicas añadiera a la comida que juntos compartimos algún artificio concebido para deteriorar la memoria. No piense mal de mí, mi buen amigo, pero me es difícil recordar lo que vimos en el cercado de las piedras del bosque, y a cada instante que pasa mis recuerdos se tornan más confusos…

H. P. Lovecraft2

1. De la Escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1995.
2. H. P. Lovecraft, El que acecha en el umbral. En Los que vigilan desde el tiempo, Alianza, Madrid, 1989, p. 35.

1-1. Lo inaprensible del otro

En este texto voy a explorar el lugar de la culpa en el duelo ante la pérdida de representación de un objeto o de una persona o de un ideal, en especial en nuestra relación con el otro. Compararé este sentimiento de culpa que se da ante la pérdida de una parte del yo con el de extrañeza, o lo ominoso, cuando no hay tal pérdida sino una expulsión de lo mundano en que se vive para convertirlo en parte de lo inmundo.

Me centraré en cómo la pérdida de representación lleva a la idea de culpa en tanto el Yo vive la misma como un daño que se infligió a sí mismo. También expondré cómo el Yo suele abandonar su vínculo con el otro y la consiguiente representación del mismo perdiéndose en estas ocasiones la percepción de la culpa cuando ese otro deja de ser concebido por el Yo como parte de su mundo. Habiendo hecho esta distinción me enfocaré ahora en la culpa.

Es moneda corriente dentro del psicoanálisis que los humanos tenemos dificultades para representar al otro cuando está ausente. No voy a redundar sobre esto, que es para todos los analistas conocido, sólo a los efectos de ilustrarlo reproduzco un fragmento de una carta que Franz Kafka le mandó a Milena que describe de modo ostensible la perdida de representación que se da, cuando se ausenta, cuando pierde presencia, alguien investido por nosotros: Me percato de repente de que en realidad no puedo recordar ningún detalle particular de su rostro. Sólo su silueta, su atuendo, cuando se alejó usted entre las mesas del café: eso sí, lo veo todavía3.

Esta pérdida de un objeto y su representación solemos vivirla como una pérdida de una parte del yo, y cómo el yo vive la misma como un sentimiento de culpa. Así la describió Freud en Duelo y melancolía4 (1917) que inició una línea de comprensión de este problema que, con el tiempo, adquirió enorme importancia; que fue capital para explicar la simbolización, y que la capacidad de dar algún tipo de representación a lo ausente y el consiguiente papel de la culpa, es una de las piedras angulares sobre la que reposan algunas de las teorías psicoanalíticas acerca del pensamiento (S. Freud 1895, 1900; Bion 1962, 1962, 1965; Money Kyrle, 1961, 1968; entre muchos otros).

3. Con estas palabras concluye la segunda carta que Franz Kafka escribió a Milena, en abril de 1920, cuando estaba haciendo una cura en Merano.
4. S. Freud (1917), en “Duelo y Melancolía”, Obras Completas, Amorrortu, 1976.

Freud también aborda el tema de la culpa en otras obras: En «Tótem y tabú»5 (1913), Freud analiza la idea de culpa en el contexto de la prohibición del incesto y cómo esta norma se relaciona con la culpa y la formación de la conciencia moral en la sociedad primitiva. En «El porvenir de una ilusión» (1927)6, Freud examina la noción de culpa en relación con la moralidad y la religión, argumentando que la culpa juega un papel importante en la formación de la conciencia moral individual y colectiva. En «Moisés y la religión monoteísta» (1938)7, Freud analiza la historia y la psicología de la religión judía, explorando cómo la noción de culpa y expiación se manifiesta en la figura de Moisés y en la tradición religiosa.

El otro al ausentarse no sólo deja de estar con nosotros, también se nos pierde o se desdibuja su figuración en nuestro espacio mental —como Franz Kafka le cuenta a su amada Milena. A través de un proceso penoso, difícil, complejo, si admitimos que se ausentó o se perdió —duelo mediante—, logramos incompletas representaciones que nos permiten pensarlo. Sin embargo, esta dificultad para representar, incluso para saber del otro, excede que él se ausente o se pierda; aunque esté presente ¿cuánto podemos saber del otro?, o dicho de otro modo ¿cuánto podemos imaginar como el otro piensa, ¿qué es lo que lo inquieta, qué es lo que lo mueve? y también recíprocamente ¿cuánto el otro puede saber de nosotros? La presunción que precipita el duelo y a culpa consiguiente presupone que ese otro que se nos pierde es, como ya dijimos, una parte del Yo. Esta formulación ignora que ese otro a que perdimos, con el que el Yo mantenía una relación de tal proximidad, era un extraño para sí mismo.

Si seguimos la línea de ideas del epígrafe que he elegido, vemos que Jorge Semprún afirma esta extranjeridad que tenemos con el otro, así dice que: nadie puede ponerse en tu lugar… ni siquiera imaginar tu lugar, tu arraigo en la nada… nadie puede imaginar hasta qué punto esta singularidad gobierna solapadamente tu vida. El otro aunque esté presente es inaprensible y lo inaprensible del otro suscita un sentimiento de extrañeza.

En lo que sigue, expondré como tratamos a ese otro cuando el mismo es repudiado por la cultura.

5. S. Freud (1912-13) en “Totem y Tabú”, Obras Completas, Amorrortu, 1976.
6. S. Freud (1912-13) en “El Porvenir de una Ilusión”, Obras Completas, Amorrortu, 1976.
7. S. Freud (1912-13) en “Moisés y la Religión Monoteísta”, Obras Completas, Amorrortu, 1976.

1-2. Lo que la cultura repudia

Pero no sólo nos resulta extraño lo inaprensible que por su naturaleza es el otro, en tanto es otro; además de esta dificultad que nos plantea —el otro— en tanto lo que percibimos en él es diferente a como somos, se suma un nuevo vértice para sentirlo extraño si él encarna lo que una cultura dada no considera como propio de sí misma; esto se acentúa si —este otro— cuenta con atributos que la cultura ha expulsado, ha repudiado de su seno.

2. Destinos de lo extraño

Hace a nuestra pertenencia a la cultura, que no sólo rechacemos lo repudiado por la cultura, sino que también renegamos del repudio que hacemos8. Esta última frase me lleva a formular la siguiente pregunta: ¿cuánto podemos consentir en nuestro espacio mental la expresión de hechos, actitudes o deseos de otros repudiados por la cultura?; o poniéndome más tajante, lo que suponemos —desde nuestra pertenencia cultural— que no concierne al orden humano.

8. Al desmentir la extrañeza intentamos hacer como hicieron los romanos con Cartago, aramos con sal su territorio para hacerlo desaparecer, negándole de ese modo posibilidades de existencia. No por eso logró Roma que dejara de existir un registro histórico de esa barbarie.

Para empezar a contestarla, tenemos que admitir que no gozamos corrientemente de una mirada tan lúcida, como la de Semprún, sobre lo radicalmente inaprensible que es el otro para nuestro yo y lo inaccesibles que somos para el otro, ni para darnos cuenta de lo que descartamos —en tanto suponemos que no es de nuestro mundo9—, como existente en nuestro mundo humano. En tren de seguir dando una respuesta al interrogante que propuse, debemos estar avispados que, cuando aseveramos que un sentimiento, una conducta, un modo de ser no es del orden de lo humano, no creemos que se trate sólo de un punto de vista con el que no coincidimos; nos experimentamos, al afirmarlo, a la diestra de Dios dictaminando no sólo que está bien y que está mal sino también qué es y qué no es; en este punto pasamos con facilidad de formular un juicio de atribución a enunciar un juicio de existencia. Al exponer este juicio —que no es del orden de lo humano— con la fuerza de una convicción10, como un juicio de existencia, o en rigor de inexistencia, intentamos evitar los penosos roces que nos trae este sentimiento de extrañeza.

Participamos entonces de un modo de pensar descripto por Aristóteles en su Metafísica: “Es verdadero opinar que lo que es es y que lo que no es no es, porque hay concordancia entre el pensamiento y la cosa; en cambio, es falso opinar que lo que es no es o que lo que no es es, porque no hay concordancia entre el pensamiento y el hecho.” En ese punto no sentimos culpa frente a lo que descartamos de nuestro mundo; no somos hospitalarios11 en el sentido que Derrida le da al término, frente a aquello que no concebimos como parte de nuestro mundo.

9. Es muy interesante la categoría no es de nuestro mundo (no es, en sentido radical); frente a él sentimos extrañeza, que es ominoso, o inmundo.
10. Convicción: aunque la noción de convicción admite muchos sentidos, entre ellos el de próximo a fe, la acepción que quisiera que le dé el lector, es la adhesión a una idea que se la supone verdadera, sin que medie un paso racional.
11. Derrida, La Hospitalidad, Ediciones de la Flor, 2000.

Pecando de necios, desde este juicio de inexistencia, solemos refugiarnos en la convicción que sabemos de los otros y que los otros saben de nosotros. Este saber, que neciamente presumimos tener, dictamina también sobre lo que es mundano o inmundo; rellena así la opacidad de la que nos habla Semprún, niega nuestra ceguera para ver dentro del interior del otro, la desmiente con ideas que conjeturan un conocer que sólo tiene como mérito engrandecer ficcionalmente nuestro yo, proveyéndolo ilusoriamente de una visión que vuelve transparente al otro y de un poder para decidir sobre que es humano y que no lo es. Nos solemos aferrar con fiereza a la posesión de este dictum, no toleramos sin alguna resistencia que flaquee, sea puesto en duda; nos suele enredar en una herida narcisista su vacilación, en ocasiones nos ofendemos cuando comprobamos o nos muestran su indigencia. Pero lo que se niega, o se repudia no puede suprimirse. Cuando se demuestra inevitablemente insuficiente desmentir con convicciones el sentimiento de extrañeza —sentimiento particularmente angustiante—, lo que lo provoca queda significado como antinatural, y desde esta categoría, aunque precariamente, ingresa en el mundo como unheimlich. Al entrar en nuestro mundo eso que sentimos como ominoso, suele provocar —como lo sugiere el texto del epígrafe de Lovecraft— la confección de hipótesis paranoicas en un intento de abolirla —a la sensación de extrañeza—, pretendiendo darle forma o representabilidad a esta inaprensibilidad. En otras oportunidades, si esta capacidad de montar hipótesis paranoicas se vuelve inviable, nuestra mente se torna confusa y parece extraviarse la solvencia para pensar; la clínica de la des-personalización y la des-realización nos informan sobradamente de esto último.

Pero no es un movimiento en una sola dirección; se evidencia, en el párrafo que reproduje de Lovecraft, una corriente inversa a la que más arriba describí: surge del relato que frente a lo que sentimos como ominoso, descubramos un esfuerzo para conservar la existencia en nuestra mente de aquello que es fuente de extrañeza. Lovecraft nos cuenta con maestría en su narración esta polaridad: cómo, lo que sentimos como extraño, tanto amenaza perderse y corre el peligro de ser descartado, como el denuedo con que se lucha para que esto no ocurra.

3. Dos denominaciones sacadas del lenguaje popular: animalada y extravagancia

El lenguaje popular suele llamar a lo que se aleja de lo humano —en términos vulgares—, una animalada, una bestialidad. En oportunidades también, desde el decir popular catalogamos a personas como extravagantes y a ciertos eventos o modos de ser como extravagancias. Esta otra categoría, la de extravagante la necesito para contrastarla con la de bestial.

Quisiera precisar a qué llamo —al menos en este contexto— una animalada y a qué una extravagancia. Como una primera aproximación, diría que está implícito cuando calificamos a algo de animalada o a alguien como bestial, que eso de lo que hablamos, debe ser expulsado de nuestro mundo, no debe pertenecer a él, debe ser abolido, es irrepresentable, y en oportunidades corresponde que sea considerado un inexistente para nuestro mundo y que en cambio cuando adjetivamos a una persona como extravagante, o alguna actitud como una extravagancia, aunque con recelo, lo declaramos como admisible, como parte del mundo.

4. Lo que carece de figuración, aunque no podamos representarlo es posible pensarlo

Aceptando la definición previa que he propuesto ¿Qué posibilidades tenemos de reintroducir lo que expulsamos de nuestro mundo al definirlo como bestial? Qué chances tenemos de recorrer el camino inverso, el que va de la bestialidad a la extravagancia, y que entonces a aquello a lo que le negamos existencia, como parte del orden humano, se la admitamos, lo podamos pensar, aunque tengamos dificultades para representarlo o entenderlo12.

12. Un buen modelo, dentro del psicoanálisis, de este camino nos lo enseña Freud en “Tres ensayos …”, al incorporar las aberraciones sexuales, como parte de la sexualidad y no una degeneración sin contacto ninguno con lo concebible como humano. Se pueden evocar innumerables modelos sociales sobre esto. Hay múltiples organizaciones sociales, que laboran en hacer pensable, algo o alguien desaparecido en el imaginario social. En nuestra lastimada Latinoamérica, abundan los ejemplos.

Estoy usando ex profeso un vocabulario poco riguroso, porque el uso de vocablos psicoanalíticos, borraría lo central que quiero transmitir en esta comunicación: el abordaje de problemas en donde nos enfrentamos con cuestiones que están muy por fuera de nuestro mundo habitual, muy por fuera de la consulta con la que estamos familiarizados. En ellos la falta de una teoría precisa y la poca o ninguna experiencia clínica, nos puede llevar a sustituirla por prejuicios travestidos de conocimiento científico.

Freud (1915) nos enseñó que tendemos a rechazar lo diferente, conceptualizando este rechazo como el “narcisismo de las pequeñas diferencias». Nuestro siglo —somos ya individuos del siglo pasado— ha sido un cruel exponente de las barbaries cometidas en tren de abolir las diferencias: desde genocidios, hasta limpiezas étnicas, etc. Los analistas no estamos a salvo —pese a nuestros reparos técnicos y nuestros psicoanálisis individuales—, de la influencia de los valores sobre lo que es razonable, lo que es adecuado, lo que merece existir para la ecología en la que vivimos. Si somos sinceros con nosotros debiéramos admitir que frecuentemente nos descubrimos con criterios, caracterizaciones, taxonomías que tienen mucho de ideológico. Sabemos que uno de los campos donde nos es más difícil liberarnos de un vértice axiológico es en el terreno de la perversión. Estamos, sobre todo en aquello que clasificamos como perversión, atravesados por un sentido común, que asiduamente no es más que un estrecho y adocenado modo de pensar que coagula criterios establecidos para una época histórica, un lugar geográfico o una clase social.

5. El paso de lo extraño a la perplejidad, una interpretación

A raíz de un material clínico que ahora no voy a exponer recordé, que hace varios años, en el curso de una supervisión clínica que yo hacía con W.13, frente a un material de un paciente, me dijo, con voz neutra, sin un atisbo que me hiciera pensar en un juicio de valor: “esta persona es un extravagante”. El paciente en cuestión me resultaba raro, no lo comprendía, no en el sentido en que habitualmente no comprendemos desde una mirada psicoanalítica —en tanto es opaco, o es alguien que nos suscita preguntas, o alguien desconocido a descifrar—; este muchacho me parecía un marciano. A partir de la denominación de W.: un extravagante, esta persona que a mí me resultaba extraña, en el más absoluto de los sentidos; en el sentido que Freud (1919), le había dado a este sentimiento en su ensayo sobre Lo ominoso, algo unheimlich, no familiar, no de este mundo, inmundo, pude comenzar a comprenderlo como parte de un mundo sin contacto con el mío, una variante de lo que existe en el mundo; el comentario de W. tuvo entonces en mí el efecto de una interpretación14 que me permitió pasar, en mi relación con él, de algo del orden de lo ominoso a un sentimiento que creo conveniente nominar perplejidad; desde la perplejidad podía darle carta de ciudadanía, existencia, a un modo de ser, el del paciente. Entonces podía, desde esa perplejidad, abrirme a la idea —idea de Perogrullo por cierto— que si bien todos nosotros conocemos, emocionalmente no respondemos como si eso fuera así; que en nuestro universo conviven diversos mundos, con sus propias racionalidades, muchas veces, con escaso o sin ningún contacto de uno con otros y cada uno de nosotros sólo habita en un reducido espacio, creyendo que es todo el mundo posible. Con perplejidad aludo a un sentimiento que se origina ante algo que no entendemos, no comprendemos, no podemos representar y sin embargo lo admitimos como existente, pensable. Pensable es, si agregamos lo que adiciona la perplejidad, pensar lo que podemos representar y también pensar lo que no podemos representar.

13. Estoy llamando W. a uno de mis supervisores en los primeros años de mi práctica como psicoanalista.
14. Aunque la noción de interpretación tiene una larga trayectoria en psicoanálisis, quiero, para acotar el significado con que en este momento la uso, reproducir un comentario que hace sobre ella George Steiner (1975), con el que coincido: “la interpretación debe ser entendida como la que da vida al lenguaje más allá del lugar y el momento de su enunciación o transcripción inmediata”. Sigue diciendo Steiner a continuación, describiendo lo que quiero transmitir, que la palabra francesa interprète condensa todos los valores pertinentes. Un actor interprète a Racine; un pianista hace una interprétation de una sonata de Beethoven. En virtud del movimiento por el que ve comprometida su propia identidad (esta última bastardilla es mía), el crítico se convierte en un interprète —un ejecutante que da vida— de Montaigne o de Mallarmé” (p. 48). Concluyo que la interpretación compromete y modifica al interpretante y al interpretado; este es el sentido que le doy a lo que llamo interpretación de W. en el párrafo anterior.

6. Propósito de este trabajo

En este escrito propongo que aquello que no podemos conocer del otro, que rechazamos en el otro, aunque no lo podamos representar, sí lo podemos eventualmente pensar. Este logro, rescatar la capacidad de pensar por parte del analista, de aquello que por diferentes razones no puede representar tiene enorme trascendencia en la marcha de un psicoanálisis; cuando el analista lo piensa, da condiciones de posibilidad a las transformaciones en su paciente, en tanto considera a este inexistente pensable. Para que esto se produzca hace falta —en el analista— realizar un trabajo psíquico y de este trabajo depende la abstinencia psicoanalítica y la neutralidad que le prescribe el método; estas prescripciones son productos que no le son dados naturalmente al analista, sólo se le hacen ciertas luego de una laboriosa tarea que le es necesario hacer una y otra vez, ya que esas prescripciones —neutralidad y abstinencia—, esenciales para el método, invariablemente amenazan traspapelarse.

                                                                                                  

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Referencias

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