2024: Culpa y Castigo - Vol XLVI nº 2

Quizá Kafka quiso destruir su obra porque le parecía condenada a acrecentar el malentendido universal. Cuando observamos el desorden en que se nos entrega esa obra, lo que se nos permite conocer de ella, lo que nos la disimula, la luz parcial que se proyecta sobre tal o cual fragmento, la dispersión de textos ya inacabados y que cada vez se dividen más, que se reducen a polvo, como si se tratase de reliquias cuya virtud fuera lo indivisible, cuando vemos esa obra más bien silenciosa invadida por la charlatanería de los comentarios, esos libros impublicables convertidos en materia de publicaciones hasta el infinito, esa creación intemporal trocada en una glosa de la historia, llegamos a preguntarnos si el propio Kafka había previsto tal desastre en semejante triunfo. Su deseo quizá fue desaparecer discretamente como un enigma que quiere escapar de las miradas. Pero esta discreción le ha entregado al público, ese secreto le ha hecho célebre. Ahora, el enigma se despliega por todas partes, existe a plena luz, es su propia puesta en escena. ¿Qué hacer?

                                                                 

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* Gentileza de Arena Libros, texto publicado en La parte del Fuego (2007). arenalibros@arenalibros.com

Kafka sólo quiso ser un escritor, el Diario íntimo nos lo muestra, pero el Diario acaba por hacernos ver en Kafka más que un escritor; da paso a quien ha vivido por encima de quien ha escrito: en lo sucesivo es a él a quien buscamos en su obra. Esa obra forma los restos dispersos de una existencia que ella nos ayuda a comprender, testigo inapreciable de un destino excepcional que, sin ella, habría seguido siendo invisible. Quizá la extrañeza de libros como El proceso o El castillo nos remita sin cesar a una verdad extraliteraria, mientras que empezamos a traicionar esta verdad, desde el momento en que ella nos atrae fuera de la literatura, con la cual sin embargo no puede confundirse.

Ese movimiento es inevitable. Todos los comentaristas nos ruegan buscar relatos en esos relatos: los acontecimientos sólo significan lo que significan, el agrimensor es efectivamente un agrimensor. Que no se sustituya «el desarrollo de los acontecimientos que debe ser considerado como un relato real de las construcciones dialécticas» (Claude-Edmonde Magny). Pero, unas páginas más adelante: se puede «encontrar en la obra de Kafka una teoría de la responsabilidad, puntos de vista sobre la causalidad, en fin, una interpretación general del destino humano, lo suficientemente coherentes los tres y lo suficientemente independientes de su forma novelesca como para soportar que se los trasponga en términos puramente intelectuales.»1

Esa contradicción puede parecer extraña. Es verdad que con frecuencia se han traducido esos textos con una decisión perentoria, con un desprecio evidente de su carácter artístico, pero también es verdad que el propio Kafka ha dado ejemplo de ello comentando a veces sus cuentos e intentando aclarar su sentido. La diferencia está en que, aparte de algunos detalles cuyo origen, no su significado, él nos explica, él no traspone el relato a un plano que pueda hacérnoslo más aprehensible: su lenguaje de comentarista se hunde en la ficción y no se distingue de ella.

1. Claude-Edmonde Magny, Les Sandales d’Empédocle.

El Diario está lleno de observaciones que parecen vinculadas a un conocimiento teórico, fácil de reconocer. Pero esos pensamientos siguen siendo ajenos a la generalidad cuya forma adoptan: están allí como en exilio, recaen en un modo equívoco que no permite entenderlos ni como expresión de un acontecimiento único ni como explicación de una verdad universal. El pensamiento de Kafka no se relaciona con ninguna regla uniformemente válida, pero tampoco es la simple indicación de un hecho particular de su vida. Es un nadar fugaz entre esas dos aguas. En cuanto se hace transposición de una serie de acontecimientos que realmente se ha producido (como sucede en un diario), insensiblemente pasa a la búsqueda del sentido de esos acontecimientos, quiere proseguir su acercamiento. Entonces el relato empieza a fundirse con su explicación, pero la explicación no lo es tal, no termina lo que debe explicar y sobre todo no logra sobrevolarlo. Es como si estuviera atraída por su propia gravedad hacia la particularidad cuyo carácter cerrado ella tiene que romper: el sentido que pone en movimiento yerra en torno a los hechos, sólo es explicación si se aparta de ellos, pero no es explicación más que si es inseparable de ellos. Los infinitos meandros de la reflexión, sus vueltas a comenzar a partir de una imagen que la rompe, el minucioso rigor del razonamiento aplicado a un objeto nulo constituye los modos de un pensamiento que juega a la generalidad pero que sólo es pensamiento considerado en la densidad del mundo reducido a lo único.

Claude-Edmonde Magny observa que Kafka nunca escribe una mediocridad y ello no por un refinamiento extremo de la inteligencia, sino por una especie de indiferencia congénita a las ideas recibidas. Ese pensamiento en efecto rara vez es trivial, pero ocurre que tampoco es del todo un pensamiento: es singular, es decir, precisamente propio de uno solo, por más que emplee términos abstractos como positivo, negativo, bien, mal, se parece más a una historia estrictamente individual cuyos momentos serían acontecimientos oscuros que, no habiéndose producido nunca, nunca se reproducirán. Kafka, en su ensayo autobiográfico, se describe como un conjunto de particularidades, unas veces secretas, otras veces declaradas, que chocan sin cesar con la regla y que no pueden ni hacerse reconocer, ni suprimirse. Hay aquí un conflicto en cuyo sentido profundizó Kierkegaard, aunque Kierkegaard había tomado partido por el secreto, mientras que Kafka no puede tomar ningún partido. Cuando oculta lo que tiene de extraño, se detesta, tanto a sí mismo como a su destino, se considera malo o condenado; cuando quiere arrojar fuera su secreto, ese secreto no es reconocido por la colectividad que se lo devuelve y se lo impone de nuevo.

La alegoría, el símbolo y la ficción mítica, cuyos desarrollos extraordinarios nos presentan sus obras, se vuelven indispensables en Kafka por el carácter de su meditación. Ésta oscila entre los dos polos de la soledad y de la ley, del silencio y de la palabra común. No puede alcanzar ni uno ni otro y esa oscilación es también una tentativa de salir de la oscilación. Su pensamiento no puede hallar reposo en lo general, pero, aunque a veces se queje de su locura y de su confinamiento, tampoco ese pensamiento es la soledad absoluta, pues habla de esa soledad; tampoco es el sinsentido, pues tiene como sentido ese sinsentido; no está fuera de la ley, pues estarlo es su ley, ese destierro que ya lo reconcilia. Es posible decir del absurdo con el que se quiere medir ese pensamiento lo que dice él mismo del pueblo de las cochinillas: «Intenta únicamente hacerte comprender por la cochinilla: si llegas a preguntarle la finalidad de su trabajo, al mismo tiempo habrás exterminado al pueblo de las cochinillas.» En cuanto el pensamiento se cruza con el absurdo, ese encuentro significa el fin del absurdo

De este modo, todos los textos de Kafka están condenados a contar algo único y a parecer que lo cuentan sólo para expresar su significado general. El relato es el pensamiento convertido en una sucesión de acontecimientos injustificables e incomprensibles y el significado que asedia al relato es tanto ese mismo pensamiento que prosigue a través de lo incomprensible como el sentido común que lo invierte. Quien se limita a la historia penetra en algo opaco de lo que no se da cuenta y quien se atiene al significado no puede alcanzar la oscuridad de la que éste es luz denunciadora. Los dos lectores no pueden alcanzarse nunca, se es uno, luego el otro, se comprende cada vez más o cada vez menos de lo preciso. La verdadera lectura sigue siendo imposible.

Quien lee a Kafka se transforma por tanto forzosamente en mentiroso, y no del todo en mentiroso. Ahí está la ansiedad propia de ese arte, sin duda más profunda que la angustia por nuestro destino de la que con frecuencia parece ser una tematización. Tenemos la experiencia inmediata de una impostura que creemos poder evitar: contra la cual luchamos (mediante la conciliación de interpretaciones opuestas), y este esfuerzo es engañoso, y en la que consentimos, y esta pereza es traición. Sutileza, astucia, candor, lealtad y negligencia son por igual los medios de un errar (de un engaño) que está en la verdad de las palabras, en su poder ejemplar, en su claridad, su interés, su seguridad, su poder para arrastrarnos, para dejarnos, para recobrarnos, en la fe indefectible en su sentido que no acepta ni ser pasado por alto ni ser seguido.

¿Cómo representarnos ese mundo que se nos escapa, no porque sea inaprensible, sino porque, al contrario, hay en él demasiado que aprehender? Los comentaristas ni siquiera están fundamentalmente en desacuerdo. Usan más o menos las mismas palabras: el absurdo, la contingencia, la voluntad de hacerse sitio en el mundo, la imposibilidad de mantenerse en él, el deseo de Dios, la ausencia de Dios, la desesperación, la angustia. Y, sin embargo, ¿de quién hablan? Para unos, se trata de un pensador religioso que cree en el absoluto, que incluso pone esperanza en él, que en todo caso lucha sin cesar por alcanzarlo. Para otros, es un humanista que vive en un mundo sin recursos y, para no contribuir al desorden, permanece lo más posible en reposo. Según Max Brod, Kafka encontró varias salidas hacia Dios. Según Magny, Kafka encuentra su principal recurso en el ateísmo. Para otro, hay efectivamente un mundo del más allá, pero es inaccesible, quizá malo, quizá absurdo. Para otro más, no hay más allá ni movimiento hacia el más allá; estamos en la inmanencia, lo que cuenta es el sentimiento, siempre presente, de nuestra finitud y el enigma no resuelto al que ella nos reduce. Jean Starobinski: «Un hombre golpeado por un mal extraño es lo que nos parece Franz Kafka… Aquí se ve cómo un hombre es devorado.» Y Pierre Klossowski: «El Diario de Kafka es… el diario de un enfermo que desea la curación. Quiere la salud… por tanto cree en la salud.» Y también de él mismo: «En ningún caso podemos hablar de él como si no hubiera tenido una visión final.» Y Starobinski: «… no hay última palabra, no puede haber última palabra».

Estos textos reflejan la desazón de una lectura que trata de conservar el enigma y la solución, el malentendido y la expresión de ese malentendido, la posibilidad de leer dentro de la imposibilidad de interpretar esa lectura. Ni siquiera la ambigüedad nos satisface, la ambigüedad es un subterfugio que capta la verdad en el modo del deslizamiento, del paso, pero la verdad que espera a esos escritos tal vez es única y sencilla. No es seguro que se comprenda mejor a Kafka si a cada afirmación se le opone otra afirmación que la trastorna, si se matizan infinitamente los temas mediante otros orientados de otra manera. La contradicción no reina en ese mundo que excluye la fe pero no la búsqueda de la fe, la esperanza pero no la esperanza de la esperanza, la verdad aquí abajo y en el más allá pero no el reclamo de una verdad absolutamente última. Es muy cierto que explicar esa obra refiriéndose a la condición histórica y religiosa de quien la ha escrito, haciendo de él una especie de Max Brod superior, es un gesto de prestidigitación poco satisfactorio, pero también lo es que si sus mitos y sus ficciones carecen de vínculo con el pasado, su sentido nos remite a elementos que ese pasado aclara, a problemas que sin duda no se plantearían de la misma manera si no fueran ya ideológicos, religiosos, y no estuvieran impregnados del espíritu desgarrado de la conciencia desdichada. Por eso, podemos sentirnos igualmente molestos por todas las interpretaciones que se nos proponen, pero no podemos decir que todas sean equivalentes, que todas sean igualmente verdaderas o igualmente falsas, indiferentes a su objeto o verdaderas solamente en su desacuerdo.

Los principales relatos de Kafka son fragmentos, el conjunto de la obra es un fragmento. Esta carencia podría explicar la incertidumbre que hace inestables, sin cambiar su dirección, la forma y el contenido de su lectura. Pero esta carencia no es accidental. Está incorporada en el sentido mismo que mutila; coincide con la representación de una ausencia que ni es tolerada ni rechazada. Las páginas que leemos poseen la más extrema plenitud, anuncian una obra que no carece de nada y, por otra parte, toda la obra está como dada en esos desarrollos minuciosos que se interrumpen bruscamente, como si ya no hubiera nada que decir. Nada les falta, ni siquiera esa carencia que es su objeto: no es ninguna laguna, es el signo de una imposibilidad que está presente por doquier, sin ser admitida nunca: imposibilidad de la existencia común, imposibilidad de la soledad, imposibilidad de mantenerse en estas imposibilidades.

Lo que vuelve angustioso nuestro esfuerzo por leer no es la coexistencia de interpretaciones diferentes, es, para cada tema, la posibilidad misteriosa de aparecer unas veces con un sentido negativo y otras veces con uno positivo. Este mundo es un mundo de esperanza y un mundo condenado, un universo cerrado para siempre y un universo infinito, el de la injusticia y el de la culpa. Lo que él mismo dice del conocimiento religioso: «El conocimiento es a la vez grado que conduce a la vida eterna y obstáculo puesto ante esa vida», debe decirse de su obra: todo en ella es obstáculo, pero todo en ella también puede ser grado. Pocos textos son más sombríos y, sin embargo, incluso aquellos cuyo desenlace carece de esperanza, están listos para invertirse y expresar una posibilidad última, un triunfo ignorado, el brillo de una pretensión inaccesible. A fuerza de excavar lo negativo, Kafka le concede una oportunidad de convertirse en positivo, sólo una oportunidad, una oportunidad que nunca llega a realizarse por completo y a través de la cual no deja de traslucirse su opuesto.

Toda la obra de Kafka va en busca de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación, afirmación que, desde que se perfila, se sustrae, parece mentira y se excluye así de la afirmación, haciendo posible de nuevo la afirmación. Por ese motivo parece tan insólito decir de ese mundo que desconoce la trascendencia. La trascendencia es precisamente esa afirmación que sólo puede afirmarse mediante la negación. Por el hecho de ser negada, existe; por el hecho de no serlo, está presente. El Dios muerto ha encontrado en esa obra una especie de desquite impresionante. Pues su muerte no lo priva ni de su poder, ni de su autoridad infinita, ni de su infalibilidad: muerto, sólo es más terrible, más invulnerable, en una lucha donde ya no hay posibilidad de vencerlo. Entablamos combate con una trascendencia muerta; el funcionario de La muralla china representa a un emperador muerto, en La colonia penitenciaria, la máquina de tortura siempre vuelve presente al ex comandante difunto y, como observa Jean Starobinski, ¿no está muerto el juez supremo de El proceso, que sólo puede condenar a muerte porque su poder es la muerte, porque su verdad es la muerte y no la vida?

La ambigüedad de lo negativo está vinculada a la ambigüedad de la muerte. Dios ha muerto puede significar esta verdad aún más dura: la muerte no es posible. En el curso de un breve relato titulado El cazador Graco, Kafka nos cuenta la aventura de un cazador de la Selva Negra que, tras haber sucumbido en una caída a un barranco, no logra sin embargo alcanzar el más allá — y ahora está vivo y está muerto. Jubilosamente había aceptado la vida y jubilosamente aceptado el fin de su vida — una vez abatido, llegaba a su muerte con júbilo: estaba tendido y esperaba.

«Entonces, dice, ocurrió la desgracia.» Esa desgracia es la imposibilidad de la muerte, es el escarnio que cubre los grandes subterfugios humanos, la noche, la nada, el silencio. No hay final, no hay posibilidad de terminar con el día, con el sentido de las cosas, con la esperanza; es la verdad de la que el hombre de Occidente ha hecho un símbolo de felicidad, que ha tratado de hacer soportable desprendiendo de ella la vertiente feliz, la de la inmortalidad, la de una supervivencia que compensaría a la vida. Pero esa supervivencia es nuestra propia vida. «Tras la muerte de un hombre, dice Kafka, un silencio particularmente bienhechor interviene durante breve tiempo en la tierra con respecto a los muertos, una fiebre terrestre ha tocado a su fin, ya no se ve que prosiga un morir, al parecer se ha puesto aparte un error, incluso para los vivos es una oportunidad de recobrar aliento, por lo que se abre la ventana de la cámara funeraria — hasta que esa espera parezca ilusoria y comiencen el dolor y las lamentaciones.»

Kafka dice también: «En suma, las lamentaciones a la cabecera del muerto tienen como objeto el hecho de que no está muerto en el verdadero sentido de la palabra. Es todavía preciso contentarnos con esa manera de morir: seguimos jugando el juego.» También expresa lo siguiente, que no es menos claro: «Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta.» No morimos, es verdad, pero de ello resulta que tampoco vivimos, estamos muertos en vida, en esencia somos supervivientes. La muerte acaba así nuestra vida, pero no acaba nuestra posibilidad de morir; es real como final de la vida y aparente como final de la muerte. De ahí ese equívoco, ese doble equívoco que da extrañeza a los menores gestos de todos esos personajes: ¿son, como el cazador Graco, muertos que en vano acaban de morir, seres disueltos en quién sabe qué aguas y a los que mantiene el error de su muerte antigua, con el sarcasmo que le es propio, pero también con su dulzura, su cortesía infinita, en el decoro familiar de las cosas evidentes? ¿O bien son vivos que luchan, sin comprenderlo, contra grandes enemigos muertos, contra algo que es y no es finito, que hacen que renazca al rechazarlo, que ponen aparte cuando lo buscan? Pues ahí está el origen de nuestra ansiedad. No sólo proviene de esa nada por encima de la cual, se nos dice, emergería realidad humana para volver a caer en ella, viene del temor de que incluso ese refugio nos sea retirado, de que no haya nada, de que esa nada todavía siga siendo el ser. Desde el momento en que no podemos salir de la existencia, esta existencia no está terminada, no puede ser vivida plenamente —y nuestro combate por vivir es un combate ciego, que desconoce la lucha por morir y que se envisca en una posibilidad cada vez más pobre. Nuestra salvación está en la muerte, pero la esperanza es vivir. De lo cual se sigue que nunca estamos salvados y nunca tampoco desesperados Y que, en cierto modo, lo que nos pierde es nuestra esperanza, la esperanza que es signo de nuestra penuria, de tal modo que la penuria también tiene un valor de liberación y nos conduce a esperar («Ni siquiera desesperar de lo que no desesperas… Es precisamente lo que se llama vivir»).

Si cada término, cada imagen y cada relato, es capaz de significar su contrario —y ese contrario también—, hay que buscar por tanto su causa en esa trascendencia de la muerte que la hace atractiva, irreal e imposible y que nos quita el único término en verdad absoluto, sin, no obstante, quitarnos su espejismo. La muerte nos domina, pero nos domina con su imposibilidad, y ello quiere decir que no hemos nacido («Mi vida es la vacilación ante el nacimiento»), pero también que estamos ausentes de nuestra muerte («Sin cesar hablas de muerte y sin embargo no mueres»). Si, de pronto, la noche se pone en duda, entonces ya no hay ni día ni noche, ya sólo hay una luz vaga, crepuscular, que es a veces recuerdo del día y a veces añoranza de la noche, fin del sol y sol del fin. La existencia es interminable, ya es sólo una indeterminación de la que no sabemos si estamos excluidos (y por eso buscamos vanamente en ella asideros sólidos) o encerrados para siempre (y nos volvemos con desesperación hacia el afuera). Esta existencia constituye un exilio en el sentido más fuerte: no estamos en ella, en ella estamos en otra parte y nunca dejaremos de estar en ella.

El tema de La metamorfosis es un ejemplo de ese tormento de la literatura que tiene su carencia por objeto y que arrastra al lector a un movimiento giratorio en que esperanza y penuria se responden sin fin. El estado de Gregorio es el estado mismo del ser que no puede dejar la existencia, para quien existir es estar condenado a recaer siempre en la existencia. Convertido en un insecto, sigue viviendo al modo del desmedro, se hunde en la soledad animal y se aproxima, muy cerca, al absurdo y a la imposibilidad de vivir. Pero ¿qué ocurre? Precisamente sigue viviendo; ni siquiera trata de salir de su desgracia, sino que transporta un último recurso al interior de esa desgracia, una última esperanza, lucha todavía por su sitio bajo el sofá, por sus viajecitos por el frescor de las paredes, por la vida en la suciedad y el polvo. Y así tenemos que esperar con él, puesto que él espera, pero también tenemos que desesperar de esa espantosa esperanza que prosigue, sin meta, en el interior del vacío. Y luego, muere: muerte insoportable, en el abandono y en la soledad — y sin embargo, muerte casi feliz por el sentimiento de liberación que representa, por la nueva esperanza de un fin ahora definitivo. Pero pronto esta última esperanza a su vez se sustrae; no es verdad, no hubo fin, la existencia continúa y la acción de la joven hermana, su movimiento de despertar a la vida, de llamada a la voluptuosidad con que acaba el relato es el colmo de lo horrible, no hay nada más espantoso en todo ese cuento. Es la maldición misma y es también la renovación, es la esperanza, pues la joven quiere vivir y vivir es ya escapar de lo inevitable.

En el terreno literario, los relatos de Kafka figuran entre los más negros, entre los más aplastados contra un desastre absoluto. Y también son los que más trágicamente torturan la esperanza, no porque la esperanza esté condenada, sino porque no logra ser condenada. Por completa que sea la catástrofe, subsiste un margen ínfimo del que no se sabe si preserva la esperanza o al contrario la pone aparte para siempre. No basta con que el propio Dios se someta a su propia sentencia y sucumba con ella en el hundimiento más sórdido, en un estrépito inaudito de chatarra y de órganos, aún hay que esperar su resurrección y el retorno de su justicia incomprensible que nos condena para siempre al espanto y al consuelo. No basta con que el hijo, respondiendo al veredicto injustificable e irrefutable de su padre, se arroje al río con una expresión de tranquilo amor hacia él, es preciso que esta muerte esté asociada a la continuación de la existencia por la extraña frase final: «En aquel momento, había por el puente una circulación literalmente loca», cuyo valor simbólico y sentido fisiológico preciso, afirmó el propio Kafka. Y, finalmente, el más trágico de todos, el Joseph K. de El proceso, muere, después de una parodia de justicia, en los suburbios desiertos donde dos hombres lo ejecutan sin pronunciar palabra, pero no es suficiente que muera «como un perro», todavía debe recibir su parte de supervivencia, la de la vergüenza que lo ilimitado de una falta que no ha cometido le reserva, condenándolo tanto a vivir como a morir.

«La muerte está ante nosotros más o menos como el cuadro de La batalla de Alejandro en la pared de un aula. Se trata para nosotros, desde esta vida, de oscurecer o incluso de borrar el cuadro por medio de nuestros actos.» La obra de Kafka es ese cuadro que es la muerte y también es el acto de hacerlo oscuro y de borrarlo. Pero, como la muerte, esa obra no ha podido oscurecerse y, por el contrario, brilla admirablemente a partir de ese vano esfuerzo que ha realizado para extinguirse. Por ese motivo, sólo la comprendemos traicionándola y nuestra lectura gira ansiosamente en torno a un malentendido.

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